De cierta manera: Lecturas de Frantz Fanon en Sara Gómez
Por Camila Valdés León
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]ENSAYO[/textmarker]
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Tristemente Sara Gómez es conocida hoy por solo un puñado de entendidos, de cinéfilos, de amigos. No es su nombre sonoro como el de Tomás Gutiérrez Alea, no es tampoco su producción cinematográfica tan extensa, sino más bien escasa, y no por propia voluntad. Muerta súbitamente, con solo treinta y un años, dejó sin terminar el proceso de edición de su primer largometraje. Algunos fieles amigos, y entendidos en lo que pudieran haber sido sus intenciones creativas, culminaron la película que, tras algunos otros contratiempos técnicos, se presentó finalmente tres años luego del fallecimiento de la realizadora. En 1977 se pudo ver, pudieron ver los espectadores cubanos, De cierta manera.
Sin embargo, la labor como realizadora de Sara Gómez era ya amplia pues, antes de embarcarse en la escritura y filmación de su largometraje, contaba con más de diez años de experiencia como documentalista. De hecho, De cierta manera fue concebida como conjunción de narrativa ficcional y de documental didáctico. La historia de amor de Mario y Yolanda, los dos jóvenes protagonistas de procedencias sociales diferentes (uno del sector marginal, la otra de cierto sector un poco más acomodado que podría denominarse como clase media; uno obrero de fábrica, la otra maestra de escuela) se ubica en el contexto del barrio de Miraflores, nueva urbanización hecha por la revolución en lo que era, antes de 1959, la insalubre barriada de Las Yaguas, y son ese espacio y sus gentes precisamente aquello de lo que la película pretende hablar. Junto a Mario y Yolanda se moverán otros personajes: algunos, provenientes de la vida real de esa barriada; otros, actores. Las relaciones y conflictos que se establecerán entre ellos estarán acompañados por las secciones documentales en donde una voz en off expondrá, desde una perspectiva muy antropológica, los problemas de la marginalidad, de los valores culturales asentados en este sector específicamente en Cuba, de la tradición popular que se ha preservado en estos espacios, del choque difícil de los individuos del sector marginal y los cambios espaciales, institucionales, humanos que les impone la revolución.
La película ha sido analizada en muchas ocasiones a partir de una focalización en su crítica a la cuestión racial o en su posición feminista. Para mí, sin embargo, es necesario entender este filme desde una perspectiva más amplia que no niegue, pero que sí englobe, las posturas anteriormente nombradas. De cierta manera se ubica allí donde se cruzan múltiples lecturas, no solo aquellas hechas por Sara Gómez y que podemos corroborar con datos históricos fidedignos, sino también esas otras que se descubren en toda una generación. Si partimos de esta concepción, entonces, podríamos entender la película como la desembocadura de un río en donde se sedimentan aluviones de textos, eventos, preocupaciones, paradigmas, posturas y dudas de todo un período, época esta que se hallaba igualada en sus preocupaciones comunes, aun cuando se generaran respuestas, contradictorias a veces entre sí, pero siempre aliciente y abrigo para el debate, para el análisis dialéctico de las circunstancias.
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En el año 1963, se publicaron en la revista Cine Cubano las conclusiones a las que un grupo de cineastas del ICAIC habían arribado tras tres días de discusiones (1). Entre los treinta y cinco nombres de los participantes y firmantes estaba el de Sara Gómez.
Las declaraciones contenidas en este documento, provocarían una larga y riquísima polémica en la que participarían varias de las figuras más importantes de la cinematografía cubana de los sesenta. El tema principal puesto a debate era la relación de la cultura nacional con la revolución social que estaba experimentando Cuba desde el 1ro de enero de 1959. La preocupación mayor de ese grupo de cineastas residía precisamente en dilucidar cómo y a través de qué medios podía –debía– insertarse el intelectual cubano de manera orgánica dentro del proceso revolucionario en curso. Las respuestas posibles a tales interrogantes –pensadas también desde una, podríamos decir, indagación socrática (dialéctica, en su sentido más prístino)– partían de un cuestionamiento y, por supuesto, de un posicionamiento del artista con respecto a la cultura nacional; de donde se derivaba, entonces, un interés por definir los formantes de esa cultura también en revolución, en transformación.
¿Cómo interactuar con el pasado cultural de Cuba? ¿Era este realmente un pasado? ¿La necesidad de preguntarse por él radicaba solo en superarlo, como quien sube, para no volver a descender, los peldaños de una escalera? A estas, se sumaba otra pregunta esencial: ¿era viable el diálogo con aquellas culturas que provenían de posicionamientos ideológicos divergentes a los asumidos por la intelectualidad cubana comprometida con la joven revolución? La propuesta final a la que arribaron los cineastas afirmaba que la cultura debía estar sobre una línea de consciente continuidad crítica: la solución no podía ser el simple rechazo temeroso de todo lo previo a la revolución o que no compartiera los presupuestos ideológicos de la misma. La única posibilidad factible, productiva para el intelectual revolucionario y para el proceso mismo, era el diálogo y la apertura hacia todas las manifestaciones de la cultura desde un conocimiento y una seguridad en los basamentos y la razón de ser de la cultura propia.
Por encima de todo, el interés de los firmantes de este documento radicaba en hacer visible una serie de cuestiones polémicas sobre las que mucho se escribiría, con mejor o peor fortuna, a lo largo de toda la década de los sesenta. Lo fundamental, sin embargo, era la formulación de las preguntas, específicamente la necesidad vital que, para el proceso social revolucionario, significaba el hecho de hacérselas.
Será en este contexto permeado por tantos debates, de los que solo se ha mencionado aquí uno de tantos ejemplos, en donde recalará, en 1965, el libro Los condenados de la tierra. La presencia de este texto significará una verdadera conmoción, puesto que muchas de las ideas principales desarrolladas allí se leyeron en Cuba desde la consonancia que establecían directamente con aquellas discusiones que caldeaban el panorama intelectual.
¿Qué podía decir Frantz Fanon, desde el continente africano, desde el panorama específico de la lucha de liberación argelina, que tuviera tanto impacto en esta isla revolucionada?: sus ideas sobre la relación intrínseca entre la cultura nacional y el progreso de la conciencia nacional; su análisis psicosocial de los tres estadios de la actitud del intelectual colonizado comprometido con las luchas de liberación nacional (que en Cuba se interconectará con la tesis del intelectual orgánico de Gramsci); su propuesta, apenas esbozada en los finales de Los condenados de la tierra, sobre el “hombre nuevo” que ha de construir la sociedad revolucionaria, liberada –idea que será retomada y desarrollada por el Che en El socialismo y el hombre nuevo en Cuba, texto también de profundo impacto en todos estos debates.
Si bien este libro se publicó en Cuba en 1965, al que le siguió Piel negra, máscaras blancas en 1968, las ideas de Frantz Fanon habían hecho entrada, en otras porciones de la intelectualidad cubana, desde los mismos principios de la Revolución. Entre noviembre de 1960 y mayo de 1961, en el Teatro Nacional recién fundado, un total de treinta y cinco alumnos asistieron al Seminario de Etnología y Folklore. Bajo la dirección del etnólogo cubano Argeliers León, este curso estaba orientado, como él mismo lo declarara, a la “formación de técnicos especializados en la investigación de la cultura de nuestro pueblo» (2).
Aun cuando no contemos con el plan de estudios implementado allí, es posible afirmar, sin mucho margen a dudas, que las lecturas –y las perspectivas desde las cuales estas se asumieron– provocaron el descubrimiento entre los asistentes de un mundo de ideas que cuestionaba las manifestaciones del racismo, el falaz humanismo europeo, las trabas del colonialismo y del tercermundismo, las escisiones fijadas entre el arte y el folklore, entre la cultura popular despreciada y la alta cultura, legitimada como tal. Interés este ya iniciado en Cuba desde los estudios de Fernando Ortiz, Lydia Cabrera o Rómulo Lachatañeré, entre tantos otros que, en los años treinta y cuarenta, se introdujeron de lleno en aquellas zonas que si bien eran silenciadas, desvalorizadas, marginadas por los círculos de poder académicos constituían, sin embargo, savia, memoria imprescindible y fundación de nuestra nacionalidad y, por ende, de nuestra cultura.
Este seminario, además, se compaginaba con una publicación mensual, la revista Actas del Folklore, que durante todo el año 1961 presentó una tras otra acuciosas investigaciones, de años o recientes, que desde la investigación antropológica e histórica, revalorizaban las raíces africanas e indígenas de la cultura latinoamericana y caribeña; con el objetivo todo ello de propiciar una ruptura con aquella mirada que hacía –y hace– de las realidades nuestras objeto exótico museable y tasable.
Sentada entre los otros alumnos –Nancy Morejón, Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet, Alberto Pedro Díaz– estaba Sara Gómez, la misma que luego, en 1968, en un simposio preliminar al Congreso Cultural de la Habana, suscribiría junto a otro grupo de intelectuales, un texto titulado “Aportes culturales del negro en la América” que comenzaba con un poema de Pedro Pérez Sarduy expresamente dedicado al Fanon de Piel negra, máscaras blancas (3).
¿Acaso son todos estos detalles históricos, pura coincidencia? ¿La presencia de Sara Gómez en todos ellos puede pasarse por alto bajo la justificante de que es puramente circunstancial?
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A la altura de julio de 1970, Sara Gómez daba respuesta a una encuesta sobre el cine documental cubano en la revista Pensamiento Crítico (no. 42). Al lado de Bernabé Hernández, Héctor Veitía, Rogelio París, Manuel Herrera y Octavio Cortázar, Sara Gómez respondía escueta y cáusticamente; sin embargo, en sus palabras se aprecia una honestidad y una coherencia tal, con su producción documental hasta ese momento y también con su obra posterior –la que le quedaba por hacer en sus últimos cuatro años de vida–, que nos demuestra sencillamente el grado de madurez artística y de sentido de compromiso intelectual que ya había alcanzado. Luego de encontrar hasta este momento tan solo su nombre como confirmación de su presencia, será aquí cuando podremos leer su voz, su pensamiento, que no podía, por supuesto, ser, si no, de cierta manera:
El cineasta cubano se expresa siempre en términos de revolución; el cine, para nosotros, será inevitablemente parcial, estará determinado por una toma de conciencia, será el resultado de una definida actitud frente a los problemas que se nos plantean, frente a la necesidad de descolonizarnos política e ideológicamente y de romper con los valores tradicionales ya sean económicos, éticos o estéticos (…) Esta contribución consciente y militante al dominio de nuevas técnicas y métodos eficaces de producción va a constituir un auténtico acto de descolonización, va a tener un significado trascendente dentro de la propia obra revolucionaria, que en nuestro caso quiere decir artística. Y es que en una sociedad que se fija como meta la necesidad de llegar a transformarlo todo, hasta a sí misma, el artista se expresa, siempre y cuando refleje esa desesperada necesidad. Expresar esa angustia será lo culturalmente válido (4).
Palabras como las anteriores nos muestran que el sustento de tales ideas es aquel que, cuajado desde su propia perspectiva, aúna todo ese mundo de debates y preocupaciones del cual solo hemos mostrado una pequeña parte. Ahora bien, no debemos entender que esta “toma de conciencia” que Sara Gómez aduce conlleve en ella a una visión unilateral a la hora de enfrentar los contenidos en el material filmado. Si algo caracteriza a la obra de Sara Gómez, y que en buena medida puede conectarse con el cine de Tomás Gutiérrez Alea –de quien fue asistente de dirección en 1964 en la película Cumbite, adaptación de la novela Gobernadores del rocío de Jacques Roumain–, es el hecho de brindar una mirada, a la vez que bien situada y segura en su posicionamiento intelectual, también permisiva de otras perspectivas. Es por ello que, en este sentido, debiera pensarse el cine de Sara Gómez como una toma de conciencia y un compromiso político asumido, en primer lugar, consigo misma en el diálogo con aquello que le supera: el proceso revolucionario de transformación social en el que decide, voluntariamente, implicarse. Por lo tanto, no debe construirse de esta directora una imagen que solo focalice en ella una intención crítica y demoledora para con su sociedad y que no perciba, más en lo hondo, el inmenso compromiso que esta mujer intelectual asumió con su propia verdad: la angustiosa e imperiosa necesidad de librarse de la cadenas, impuestas en su conciencia individual y en la colectiva de su pueblo, por los años de colonización y subdesarrollo –estos dos, temas profundamente debatidos a todo lo largo de los años de 1960 y 1970.
Es por ello que, indudablemente, el documental se le presentaba como la vía más certera para intervenir la vida, para adentrársele a la realidad de los seres en su cotidianidad. Ya desde su audiovisual Guanabacoa, crónica de mi familia (1966), es posible apreciar este interés suyo por la revalorización de las historias individuales, de la microhistoria, en aras de comprender mejor, al nivel de la subjetividad del individuo común, los modos de funcionamiento de complejos procesos históricos como la construcción del socialismo que se proponía la Cuba revolucionaria de aquel entonces.
La película De cierta manera está en estrecha relación con toda la producción documentalista anterior de Sara Gómez (cerca de 14 documentales), puesto que va sobre los mismos temas que la obsesionan no solamente a ella sino a toda una generación: la construcción de una cultura nacional en relación con la construcción de un hombre nuevo, de una nueva sociedad que fuera ejemplo de cómo podía darse ese cambio humano, esa transformación consciente de valores éticos.
Los héroes y heroínas de sus documentales y de la película no son figuras esculpidas en bronce y alzadas como ejemplo en las plazas públicas; sino que son seres conflictuados, enfrentados, como dice el Ambia al final de la película, con algo mayor que ellos mismos: la Revolución, que los obliga a repensarse a sí mismos en la medida en que los coloca ante una nueva sociedad que se construye sobre la base de relaciones humanas diferentes que precisan, a su vez, de actitudes otras ante la realidad del país.
Pero, para Sara Gómez, este proceso de metamorfosis no fue, no podía ser –para ser realmente auténtico– un simple cambio de forma, de espacios, de posibilidades; sino que todo lo anterior debía ir acompañado de una transformación esencial, que, de manera progresiva y no exenta de contradicciones, tensiones y retrocesos, propendiera a la concientización individual de la necesidad del cambio. Las subjetividades y las relaciones interhumanas en las comunidades sociales no pueden ser de súbito alteradas, por más que ya la revolución, como proceso político libertario, hubiese tenido lugar. La verdadera y más ardua batalla comenzaba justo después, como ya desde el siglo XIX pensara Martí, como ya entendiera Fanon a mediados del XX. La toma de conciencia nacional, de compromiso ideológico con una sociedad en revolución es un proceso en el cual intervienen tanto las estructuras mismas de la sociedad que han de derrumbarse para construir otras –pensemos en esa bola de demolición que tira abajo las paredes de las viejas ciudadelas en De cierta manera–, como las subjetividades de los individuos inmersos en la lucha por transformarse a sí mismos, por derruir los muros y trabas del colonialismo que yacen en sí mismos.
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Según Rigoberto López (5) , su amigo y uno de los responsables del trabajo de edición final de la película, Sara Gómez era no solo una profunda conocedora del pensamiento filosófico europeo, sino que fue a través suyo que él, joven muchacho recién iniciado en el ICAIC, leyó e incorporó a Saint-John Perse, René Depestre –que por aquel entonces residía en Cuba y era amigo personal de Sara Gómez–, Aimé Césaire, Leopold Sedar Senghor –la lectura de este autor senegalés fue gracias, dice López, a una copia escrita a máquina– y, por supuesto, Frantz Fanon. Nombrar aquí tales referencias no responde a una intención de realizar catálogos. La confirmación de tales datos nos clarifica las relaciones profundas entre el quehacer artístico de Sara Gómez y su intención comprometida de ubicarse con respecto a una tradición y a un pensamiento cultural que le permitiera, entonces, establecer el vínculo necesario con una conciencia de identidad nacional, caribeña y universal. No por gusto a todas las lecturas previas se sumaba su tremendo interés por el pensamiento cubano del siglo XIX, momento este en que comenzó a desarrollarse una reflexión imperiosa, y angustiosa (para utilizar un término caro a Sara) sobre las raíces de la identidad nacional, sobre aquello que nos conforma como pueblo y que signaría a las relaciones humanas y al futuro de la sociedad cubana.
¿Cómo metaboliza y contextualiza todo esto en el costado humano de su Cuba revolucionaria? –que es lo que realmente le importa mostrar– ¿Cómo se fuerza a sí misma al cambio?
En la película se hace evidente la función neurálgica de la educación en el cambio subjetivo de esos individuos inmersos en nuevas relaciones humanas de socialización. En este sentido es la educación un modo de inserción social y de interrelación que coacciona positivamente a todos los involucrados: tanto los que educan como los educados se hayan en un proceso de recíproca influencia y transformación. Es en ese espacio donde se aprecia el enfrentamiento entre los nuevos valores éticos en construcción y aquellos otros heredados que han de ser, si no superados, sí analizados de forma consciente.
Es en este sentido que la película lidia con nuevas preguntas: ¿cómo asumir dentro de este proceso la llamada cultura marginal?; ¿es esta solamente un rezago de las cadenas coloniales?; ¿es acaso algo más profundo que se conecta con nuestra identidad nacional? Una de las ideas fundamentales que parece desprenderse de la película es que la cultura marginal no tiene porqué desaparecer en el enfrentamiento que se produce entre el proceso de cambio social y los antiguos valores creados por un sistema económico derrocado. Ya que será precisamente la asunción crítica de una herencia cultural aquella que nutrirá en vez de encadenar, que formará parte del cambio social en vez de ser medio para la alienación del individuo.
La música en la película se vuelve en muchos casos la mejor expresión de esa tradición popular resguardada, preservada en las capas marginales, e insertada de manera funcional en las nuevas relaciones. En un momento en particular lo dicho hasta aquí se pone en evidencia. La mayor parte de los personajes reales y ficticios que han aparecido en De cierta manera se ven en el fragmento en cuestión participando en un trabajo voluntario. La música será quien establecerá ese puente del que hablábamos: en el tránsito de la voz borracha del rumbero viejo –quien canta “qué vamo’ a trabajar, oiga usted coja este pico, usted coja aquella pala”–, a la voz fresca y joven, pero en el mismo tono, de Sara González, que planea por sobre los rostros de todas las edades y colores que trabajan juntos en la reparación de la escuela del barrio. Música, educación, construcción, generaciones se empalman una con otra y permiten al espectador reflexionar sobre el sentido simbólico y ensayístico que encierra ese breve minuto de imágenes y sonido: no es solo la educación el espacio humano que contribuye a crear nuevas relaciones, sino que el trabajo incitará también a los individuos a desarrollar consciente y críticamente relaciones otras más humanas, responsables para con la obra de la cual se sienten parte vital.
En otro momento, cercano a los finales del filme, asistimos a la discusión entre los trabajadores después de la asamblea en donde se ha analizado la conducta de uno de ellos. Dice el personaje del Ambia, rodeado por los otros trabajadores, en un tiempo de receso mientras toman un café en jarras de metal:
Espérate, espérate, han formado una maraburunda, todo el mundo a la misma vez, y casi tienen la misma opinión. Mira, bárbaro, yo soy revolucionario, tú no eres revolucionario, suponiendo que tú eres amigo mío: tú eres un jodedor, faltas al trabajo, pero muy independientemente de eso, tú me tienes que respetar a mí, como amigo, como hombre, como revolucionario. Yo jamás puedo permitirte a ti, como revolucionario que tú me vengas a decir a mí “oye bárbaro, ¿qué hora son, las tres? Mira a ver si tú me marcas la tarjeta pa’ yo irme”… ¡Tú me tienes que respetar a mí! … Yo soy tu ambia pero con respeto. Porque mira bárbaro, esta revolución es más grande que nosotros mismos, y por lo tanto nosotros nos vamos a morir, a lo cortico, por ella.
Tal fragmento nos conmina a las preguntas centrales que laten rítmicamente a todo lo largo de la película y quedan abiertas a la discusión o, al menos, a su cuestionamiento: ¿cómo puede el individuo en proceso de cambio asumirse dentro de su tradición cultural –negativizada como marginal y atrasada– y ser a la vez crítico con ella?; ¿son acaso dos entidades apartadas las del ser revolucionario y las del ser hombre de barrio, el “socio”?
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Es dentro de todo este campo de reflexiones que, a mi entender, debieran insertarse las consideraciones sobre raza, racismo, machismo, hembrismo y demás temáticas que en el cine de Sara Gómez forman un todo, que es a la vez parte de un interrogante mayor: la del ser y el modo de la cultura nacional y del intelectual enraizado, a conciencia, en ella. Por supuesto, el análisis de estos aspectos daría (y ha dado ya) para otras muchas reflexiones.
La secuencia final de De cierta manera nos muestra a Mario y Yolanda, quienes discuten acaloradamente pero se mantienen caminando juntos, buscando encontrarse en un punto común mientras, alejándose de foco, se adentran en los nuevos barrios recién construidos. Por sobre estas imágenes podríamos superponer las palabras de la propia Sara Gómez que, buscando responder a una encuesta, prefiere interrogarse a sí misma:
Por ellos [el público] y para ellos habrá que hacer un cine sin concesiones que toque y que tenga como objetivo ayudar a hacer de todos nosotros hombres capaces de plantearse la vida como un eterno conflicto con el medio en el que solo el hombre deba vencer. ¿Será demasiado ambicioso? ¿Podremos lograrlo? Este debe ser el propósito (6).
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Camila Valdés León
Profesora de Literatura Latinoamericana y Caribeña en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana (Cuba), es miembro del Programa Interdisciplinario de Estudios Caribeños de Posgrado (Centro de Estudios del Caribe-Universidad de La Habana).
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1 Contenida en la compilación de Graziella Pogolotti, Polémicas culturales de los sesenta. 2 Actas del Folklore, no. 1, p.16. 3 Como lo refiere Pedro Pérez Sarduy en “Convergencia y elegía para Tomás y Walterio”, en el sitio AfroCubaWeb. 4 Sara Gómez en respuesta a una encuesta sobre el cine documental didáctico, en revista Pensamiento Crítico no. 42, año 1970, p. 94 5 En entrevista concedida a la autora del artículo, en la sede la Muestra Itinerante de Cine del Caribe (cita en 12 entre 23 y 25, Ciudad de La Habana, Cuba), el 26 de octubre de 2012. 6 Sara Gómez en respuesta a una encuesta sobre el cine documental didáctico, en revista Pensamiento Crítico no. 42, año 1970, p. 94