IDENTIDAD_El sentido suspendido:
el cine de David W. Griffith
Por Santiago Andrés Gómez
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]

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Hoy en día, cuando es aceptada y bien notoria la distancia entre un cine de consumo, encerrado en los mecanismos clásicos y ya en decadencia en todo el mundo, y un cine concentrado en la expresión de una marginalidad existencial cuya exigencia aridez lo vuelve literal elitismo perceptivo, el arte de David Wark Griffith, reconocido desde hace un siglo como el origen del lenguaje cinematográfico, pareciera ser la muestra por excelencia de aquel cine de consumo, y en ese sentido puede recibir además todas las críticas que el relato clásico ha soportado desde los años sesenta por reproducir los anhelos y temores paranoicos de un sistema machista y arribista. Los críticos más sesudos, que van al fondo de las grietas del concepto filosófico de individuo, pueden poner en tela de juicio el mismo esquema canónico del drama, no creado por Griffith, pero al parecer, más que cuestionar la validez de tal esquema, lo que se quisiera es desbancar la autoridad que tiene para dominar nuestra vida. De otro modo, los llamados dispositivos dramáticos de toda índole, como conflicto, peripecia, detonante, parecieran inventados de la nada, y carecerían incluso de función.

Pero así como alguna vez el longevo director Allan Dwan señaló como algo fascinante la complicación que Griffith introdujo en su oficio durante las dos primeras décadas del siglo XX, y que no obstante las dificultades que implicaba, supo rendir tan bien en las cajas de caudales, muchos espectadores de esos días, algunos de quienes luego serían sus ayudantes y posteriormente cineastas también, como Raoul Walsh y Erich von Stroheim, insistieron siempre en el atractivo del sello de Griffith. ¿Cuál era ese cine contemporáneo en que este sello quedó tan poderosamente marcado? Ante todo, estaba definido por dos recientes películas de Edwin Porter que habían tenido enorme éxito (1) y que, seguramente, por ello habían configurado modos de hacer muy definidos e incluso ya bastante estrictos para que nadie corriera el riesgo de no conseguir lo que ellas habían enseñado a obtener. En cuanto al estilo, la puesta en escena descansaba sobre cuatro reglas básicas, heredadas casi enteramente del teatro, aunque con ciertas adaptaciones a la profundidad latente de la imagen cinematográfica. Las reglas eran las siguientes (2) :

  1. Toda escena debe empezar con una entrada y acabar con una salida, como en el teatro.
  2. Los actores deben colocarse frente a la cámara y moverse horizontalmente a ella [sic], salvo al realizar movimientos rápidos, como una persecución, o prolongados, como una pelea. En estos casos la acción se desarrolla en un plano diagonal respecto al objetivo, para dar más espacio a los actores.
  3. Las acciones que se desarrollen en un segundo plano deben ser lentas y muy exageradas para que puedan ser “registradas por el público”.
  4. La interpretación debe ser exagerada, las miradas largas, los movimientos bruscos y las palabras pronunciadas con estudiada lentitud.

Es sobre todo la segunda norma la que pareciera haber establecido firmemente una película como El gran robo al tren (The Great Train Robbery, Porter, 1903), con sus vastos exteriores y el galope de sus briosos corceles. Las otras, con su espíritu teatral, mostraron su eficacia por varios años, y hay que preguntarse si las innovaciones de Griffith (en especial el montaje paralelo) no fueron más bien una acentuación del sistema, sobre todo si tenemos en cuenta su esquema dramático común.

The Adventures of Dollie, Griffith  _Revista Visaje

Ese esquema consistía, como es reconocible para los seguidores del cine clásico, en la lucha por un bien perdido, lucha y persecución que ya en Porter, aunque sea de modo rudimentario, el montaje paralelo expresa a la perfección. En cada caso, bien puede ser dinero, la esposa o un hijo raptado, de modo general su integridad sufre con la ausencia de un hombre que, en virtud de sus empresas de rescate, lentamente comienza a erigirse, con la evolución de las películas, en ese héroe bien diferenciado que será el propio Griffith haciendo su primer papel, como padre del bebé en Rescatado del nido del águila (Rescued from an Eagle Nest, Porter, 1907). Sin embargo, ya en Las aventuras de Dolly (The Adventures of Dollie, Griffith, 1907), la primera cinta dirigida por Griffith, la niña, robada por unos gitanos que la ocultan en un tonel que en su huida cae al río, no será salvada por el papá sino por un chico que pesca, y ese matiz, que convierte en héroe al espíritu de solidaridad colectivo, aunque pueda ser una involuntaria opción dramática, será la primera variación que Griffith opera en el esquema. Si se trata acaso de un gesto compartido por otros directores de aquellos tiempos, para él será una veta de insólitas originalidades por descubrir.

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YO FUNDADOR
Del modo en que, más allá de los versos yámbicos y de todo el arsenal retórico de Shakespeare, las obras del poeta inglés “nos dicen”, el cine de Griffith, no obstante los reparos ideológicos que pueda tener ante su obra un observador cauto o las distancias que nos separan del estilo gestual del cine mudo, resume el cine que somos, o al menos tendencias centrales suyas, como obra de un verdadero y asombroso visionario. Lo esencial es el modo en que él imprime a la imagen una emotividad que sorprende por su chispa o que, no menos significativamente, caldea, prepara sorpresas más imperceptibles que no son otras que las de la cohesión narrativa. A continuación, los significados del filme se expanden en líneas más amplias que el director quisiera semejar a rayos solares, y sus filmes mayores, El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) e Intolerancia (1916), concluyen con sermones y loas al entendimiento y la armonía de una civilización, paradójicamente, más pastoril que otra cosa en esas imágenes emblemáticas. Pero todo pareciera surgir de un observador tan aguzado que no desconociera las fascinaciones perversas o las flaquezas de cualquier ser.

Así, la prueba de fuego de su majestad, en mi criterio, la superan momentos como el súbito llanto de Mary Pickford cuando recibe el regalo del pastor y se mira en el espejo con su sombrero nuevo, en A New York Hat (1912), o cuando Flora, la “Pequeña Amada”, sufre un inoportuno ataque de risa en el momento en que toda la familia Cameron debe esconderse, en el sótano, de un ataque de la guerrilla en Piedmont, en El nacimiento de una nación, o cuando un soldado de Baltasar, en Intolerancia, rompe en llanto por algo que ve y que nosotros suponemos (puede ser la decapitación de otro soldado). En The Musketeers of Pig Alley (1912), la depurada práctica de Griffith consigue una obra que genera ambivalencias y las conocidas pulsiones de conocimiento a las que el cine clásico siempre sabrá responder, con una especie de cortejo que una banda de malevos le hace a otra, en una persecución lenta, acechante. La imagen va y vuelve y el suspenso se funda en la ilusión de una coherencia suspendida, que no concluye sino en un encuentro casi fortuito, y sangriento, del que emerge triunfal un individuo que recupera el hilo perdido.

En Enoch Arden (1911), la llegada de un náufrago a su tierra, luego de largos años, le depara la sorpresa de que su esposa vive ahora con un viejo pretendiente. Enoch, el marinero, se asoma a una ventana y lo que vemos en el interior, aunque la imagen sea frontal (una de las limitaciones que Griffith casi nunca excedió), se subjetiva en la siguiente imagen de Enoch desde más cerca, como si lo que acabamos de ver le implicara o fuera incluso lo que él había visto. Para un cine que no se apoyaba en la palabra oral, es mucho más que comprensible el énfasis que, en comparación con el cine posterior, hacen los actores de sus gestos: se trata de un estilo histórico, pero en el caso de Griffith, hay una modulación, tampoco más avanzada, sino adaptada a sus modos idiosincrásicos, de la gestualidad teatral. Más que nada, la imbricación de una afectividad caprichosa y ya no demostrativa ni evidente en los actores, en un sistema aun más sutil, en el que una imagen responde a otra, creando espacios y tiempos virtuales que exceden tanto la duración de la cinta como lo que aparece en pantalla, es la fundación de un sistema que será hegemónico.

Nacimiento de una nación _ Revista Visaje

Pero como dice Brunetta, refiriéndose a El nacimiento de una nación, a partir de esta película “el análisis de las relaciones entre emisor y receptor y de las estructuras extratextuales vuelve mucho más productiva y legítima la asunción de instrumentos interdisciplinares que van de la sociología al psicoanálisis y convocan problemas de orden considerablemente más complejo en el plano de la relación entre valores de producción y valores de uso de la obra cinematográfica” (3) . El tamaño de estas palabras es justamente el de Griffith, un tamaño que jamás alcanzaremos a dimensionar. Recordar que El nacimiento de una nación recuperó veinte veces su colosal inversión es advertir que no ha habido película más taquillera en la historia, pero si dirigimos la atención a las profundidades del hecho nos percataremos de que Griffith tocó un nervio tan sensible en su sociedad, que o bien hizo posible todo lo que hoy sabemos que fue el siglo XX, o bien hizo patente, en un instante privilegiado e irrepetible, el poder abrasador del cine, y con una resonancia política tan áspera que por sembrar bienaventuranzas Griffith no hizo más que cosechar tempestades.

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ELEGÍA AL SER
Lirios rotos (Broken Blossoms, 1919), después de la catástrofe que significara Intolerancia para su director, es el culmen de la obra de Griffith. Necesario es, por supuesto, relatar que luego de El nacimiento de una nación el cineasta quiso ampliar hasta el límite sus capacidades discursivas y se decidió a contar cuatro historias, todas separadas entre sí por varios siglos, en un solo largometraje. Las alternancias de su famoso montaje paralelo se vieron exigidas ya al máximo y entró en juego un tipo de asociación mental entre las imágenes que ya no era solo narrativa, sino intelectual, al tiempo que una visión en cierto modo panteísta nos hacía sentir congéneres del pasado en un devenir cíclico, lo cual no es una sensación que jamás redunde en comentarios entusiastas. Como es sabido, el fracaso de Intolerancia, película que según fuentes no oficiales casi cuadruplicó el costo de El nacimiento…, empeñó a Griffith para toda la vida, pero igualmente lo llevó al trono en que lo supo coronar Eisenstein al decir que él lo inventó todo, que toda su obra (la del ruso) venía de Intolerancia, que Griffith era “Dios padre”, y que no había cineasta en el mundo que no le debiera algo.

Nunca he dejado de pensar que Lirios rotos responde a las virulentas acusaciones de racismo que por El nacimiento de una nación recibiera, y muy merecidamente, Griffith, las mismas que intentó sortear de modo delirante en Intolerancia. Incluso es notorio el esfuerzo por hacernos sentir a nosotros, occidentales, más cerca del “Hombre Amarillo”, el chino protagonista, poniendo en su boca consejos supuestamente provenientes del Buda, pero con tal de que coincidan con las palabras del maestro de Belén: “No hagáis a nadie lo que no quisierais que hicieran a vos”, de modo semejante a cuando pretendía mostrar, digamos en The Squaw’s Love (1911), que los nativos del Nuevo Mundo no eran malos pues también compartían valores occidentales, como la monogamia, o a cuando demostraba en El nacimiento… y otros filmes, que él no era racista de por sí, mientras los negros aceptaran el orden de las cosas y se mantuvieran “en su lugar”. Griffith no deja de ser un político desastroso en su representación de la sociedad, y en Lirios rotos esa tipología, característica después en el cine inglés, del proletario bebedor, no ofrece muchos matices.

Lirios rotos_1_Revista Visaje

¿En qué radica pues la belleza indecible de Lirios rotos? Lo que para el Hombre Amarillo es una misión, la de llevar un mensaje espiritual al hombre occidental, no es muy distinto a lo que representa Lucy, la hija del boxeador en los suburbios: mansedumbre, gracia, sutileza, una bondad que en el rostro de Lilian Gish despunta en verdad floridamente, una angelical virtud que apenas si puede soportar la brutalidad de un infame, su padre, que no la hubiera querido reconocer jamás como hija y que descarga contra ella, muy al modo en que se ve en algún cuento de Joyce, toda la ira que la sociedad provoca. El sentido de una vida posible sin el furor, plena de amabilidad, se ve trastocado desde el principio: el Hombre Amarillo debe retraerse en el opio no bien ha arribado al Limehouse (flashbacks ambiguos, más ilustrativos que rememorativos, nos lo muestran en la delicuescencia mientras camina por la calle), y la chica siempre ha debido crecer en el temor, aunque cuando está sola brilla por su simpatía. En una curiosa inversión de las dinámicas del relato porteriano, el encuentro entre ambos se ve como un hallazgo de sentido, y el estado original es nefasto.

A partir de cierto momento, la progresión de los hechos se ve encadenada sucesivamente de modo tal que el encuentro de Lucy con el Hombre Amarillo, tras los golpes que a ella le ha dado su padre por un error inocente, se nos hace no solo plausible, y más que algo esperado, sino justamente providencial, milagroso, y aun así todo el cariño con que aquel trata a la chica nos asombra y deleita con tal maravilla que viene a ser gloriosamente refrendada en la pregunta: “¿Por qué eres tan bueno conmigo, chinito?”. Es la encarnación de la ternura, en la luz, en el decorado, en los movimientos, el valor imperecedero de Lirios rotos, y tanto más cuanto su desenlace nos enfrenta a una contingencia que acaso representa la fatalidad en su alcance más profundo. “Mal Ojo”, un chino que va hasta el padre de la chica diciéndole que el Hombre Amarillo (su coterráneo) ha raptado a Lucy, puede significar en esta película algo así como las brujas de Macbeth, en un contexto más pedestre, pero no menos esotérico, pues decide la muerte. De ese mal no nos libraremos, y Lirios rotos se ve como una elegía al Ser ante el imperio del vicio, la envidia y la brutalidad.

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REALISMO DELIRANTE
Con una distancia ya de un siglo, vemos que el cine de Griffith tiene una vigencia incomparable no solo por cuanto afina un tipo de realismo ilusionista y direccionado, el más propio del cine clásico, sino porque constantemente nos exige replantear nuestra idea de calidad y nuestro gusto. Interpretado o visto en su momento como un modelo de “lo vivo y lo real”, tal como contaba Allan Dwan y solía recordar Lilian Gish, hoy su obra se nos presenta de muy otra manera, y si nos importa el cine y queremos desentrañar sus acertijos, hemos de enfrentarnos a ella si o si, someternos a una estilización que ya es todo lo contrario del vértigo cinético y la temible concatenación que en su momento parecieron su principal característica. Y no es tanto que en cuanto a ello hayan disminuido los niveles de emoción o la elocuencia de sus películas, sino que otras características cobran mayor fuerza, y para captarlas hemos de estar muy alertas, pues además el cine ha adoptado desde aquel tiempo protocolos que roban nuestra atención con un repertorio de recursos mucho más nutrido y que en su ausencia nos obstinamos en esperar o exigir, maleducadamente.

Aunque hoy efectos frecuentes en su cine como el iris (la viñeta redondeada que destaca algún punto) se emplean al tiempo que la cámara al hombro que Griffith ni soñó, o en medio de disolvencias y empalmes que en cierto momento él pudo haber usado y luego descartado, como esos raros, inusuales fade entre una misma acción, que no marcaban transiciones sino enfatizaban una suerte de intensidad (ejemplarmente en la muerte de Lucy, en Lirios rotos, y tal como los fade a azul de Kieslowski en Azul [Trois couleurs: Bleu, 1993]), Griffith es un autor a quien hay que considerar indefectiblemente como un genio por su recursividad, más que por su corrección, o sea: por su extrañeza y, al mismo tiempo, en función de lo expresivo que resulta su cine de una mentalidad que desvariaba en una especie de liebetod, de muerte de amor, un delirio extático ajuiciado o puesto en cintura por presencias que lo careaban y que no son sino las mismas que él dispuso ante su cámara como un otro al que atender. Griffith creó algo más que un realismo o que una narración: hizo del cine sobre todo un delirio tendencioso, contaminado de invectivas, mimos y lamentos.

Lirios Rotos_2_Revista Visaje

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1 Se trata de La vida de un bombero americano (The Life of an American Fireman, 1902) y El gran robo al tren (The Great Train Robbery, 1903). 
2 Lewis Jacobs, en La azarosa historia del cine americano (Barna, Lumen, 1971, p. 99), citado por Gian Piero Brunetta en Nacimiento del relato cinematográfico – Griffith 1908 – 1912, Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1987,  p. 74. 
3 Gian Piero Brunetta en Nacimiento del relato cinematográfico – Griffith 1908 – 1912, Ediciones Cátedra, S.A., Madrid, 1987,  p. 120.

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