¿Elijo oleo sobre lienzo o AK-47?
Un recorrido por la obra de Felipe Restrepo
Por Mani Monica
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]CORRESPONSALES[/textmarker]
.
.
“… recuerdo bien esa noche. ¿Cómo no recordarla?
No todos los días alguien con quien has conversado durante horas sobre arte,
alguien con quien has recorrido las mejores galerías en París
y con quien casi que te has sacado un doctorado en falsificaciones
evita mirarte a los ojos para decirte:
Le regalo este Botero. Con los otros ya he comprado
explosivos, granadas, ametralladoras, munición y hasta hombres.
Me voy para el monte y no regreso hasta que no mate
hasta el último hijueputa que acabó con la vida de mi padre.
Ahí verá si se viene y cambia ese óleo por un AK 47”
– Felipe Restrepo hablando sobre Fidel Castaño
.
Por extraño que parezca no llovía en Bogotá aquella tarde de difuntos del pasado año. Así que me animé a acercarme al Gimnasio Moderno para escuchar lo que suponía sería un peculiar diálogo entre el artista argentino Ángel Beccassino y la feminista Florence Thomas.
Nunca entré.
En un rinconcito de la antesala de la biblioteca donde transcurría la actividad del Uy Festival, reposaba desapercibida, en silencio, casi como pidiendo perdón por existir y permiso para no molestar, una exposición de bocetos de un tal Felipe Restrepo. “Desquite” anunciaba un pendón gigante en claro contraste, con los minúsculos cuadritos que colgaban de ganchos para la ropa, cual fotografías reveladas para una investigación policial. Una macabra investigación que en lugar de rostros y prendas de desconocidos escupía imágenes de aves, ojos de águilas, fragmentos de reportes de miembros del M-19, insectos, medidas desproporcionadas, restos fastidiosos por su crudeza, de quién sabe qué masacres olvidadas de esta Colombia nuestra, este país que, como dijo un día un amigo, más pareciera hijo de Alzheimer que de Bolívar.
No encontré a nadie que pudiera darme algún tipo de explicación o sacarme del aturdimiento en el que caí.
Sobre la pared sólo una breve pista: Felipe Restrepo, Cali, 1958. ¿58? ¿Y cómo es que nunca antes me había tropezado yo con un Restrepo? No exagero si digo que me produce terror eso de imaginar de cuántos artistas yacerán sus obras sepultadas en la fosa común del anonimato, con sus genios creadores caminando como NN por las calles, y eso, si es que aún tienen la dicha de hacer sonar sus pasos.
Nada hubiera sido más fácil que descolgar una de aquellas singulares obras y llevármelas. Pero creo que todavía se nos supone algo de ética a aquellos que vivimos para el arte (entran risas, diría otro amigo) ¿Ética entre quienes viven del arte? En fin, reservemos tan escabroso temita para otro escrito.
Optando, entonces, por dejar completa la serie, me dediqué mejor a rastrear con urgencia los particulares y caprichosos caminos de mi memoria tratando de buscar paralelos, en ese estúpido pero necesario hábito tan humano de establecer comparaciones como modo de sentirnos más seguros y capaces de supervivencia. En un rápido primer recorrido mental creí hallar algo de Francis Alÿs en la repetición de los mismos elementos, del mismo picaflor, por ejemplo, cabeza orgullosa, desafiante y erguida, y en cierto dejo de obra inconclusa que transpiraban aquellos bocetos. El uso del blanco y negro y los horrores de la guerra querían empujarme con ansia hacia el complejo terreno del Guernika, pero no había mucho más que eso y, sin ser conceptual, estaba ante una obra completamente contemporánea, pese a que en algunos cuadros pudieran esconder cierto aroma a expresionismo en esa manera de valerse mucho más de sentimientos y sensaciones que de “realidades”.
Sobresalía, además, con demasiada fuerza un elemento poderoso: el dibujo. Con cercanía incluso, por qué no, al mundo del cártel o el cómic, y en ese camino, había cierto parentesco a Raymond Pettibon y una paleta similar, siempre negra, siempre blanca, siempre roja. Y quizás, sí, quizás algo de otro caleño de su misma generación, Ever Astudillo, en ese olor a cine y fotografía en el uso, de nuevo el uso de ese blanco y negro poderoso. Un blanco y negro que es el terreno natural del drama y del suspense… pero sobre todo en el afán por hacer bocetos que claramente querían contar historias, no de Cali en este caso, sino de los pueblos, de las veredas, de los campos, de las gentes, de los animales, de los objetos incluso, a los que sucedieron las masacres visceralmente vomitadas en la obra de Felipe Restrepo.
Alÿs, Pettibon, Astudillo… heché un primer y rápido paneo mental por los referentes que a simple vista creí leer y pude acabar con esta especie de receta que trataba de formar en mi mente para decirme: Sí, este sin duda es el plato que tienes al frente. Como si ser capaz de distinguir los ingredientes pudiera hacerme más grato o más sabroso el paladeo. ¡Benditos los ojos del espectador neófito! Estas son las ocasiones en las que extraño, más que mucho, asistir a las exposiciones yo de la mano de mis hijas… nunca ellas de la mía.
El caso es que salí de allí con el firme propósito de husmear en los pasos del tal Restrepo, valiéndome de mis contactos en Cali o desplazándome al Nororiente antioqueño del que parecía hablar la obra, si era necesario. Estaba ante esa rara avis del arte, comprometido con la historia de la guerra inexistente para muchos, que ha llenado de sangre nuestros campos y ha enviudado madres que nunca dejaron de serlo, pese a haber parido hijos para la desaparición, el reclutamiento, o los cum laude de la ciencia forense. Un arte inserto en la realidad de una nación a la que no le gusta mirarse al espejo, ni contarse, ni que se la cuenten. Pero por encima de eso, estaba ante una obra que sin lugar a dudas era eso, Arte. Y además, para qué negarlo, con el especial saborcito de saberme ante algo, poco o nada conocido y el vértigo de intuirme delante de un posible gran hallazgo.
Ahora lo sé, y lo sostengo. Felipe Restrepo es de esos autores que merecen un hueco grande en las páginas de los catálogos de arte de Colombia, Latinoamérica y el mundo, por la originalidad de su propuesta, por la calidad de su trazo, por la valentía de su mirada y por la sinceridad de su obra. Mientras tanto, esconde su imagen pública por amenazas y mantiene su bajo perfil haciendo obra mural con ancianos y niños por esos caminos “inmarcesibles” de las veredas y corregimientos patrios. He oído rumores de que se avecina un trabajo documental sobre su próximo proyecto mural en un pueblo abandonado por desplazamiento en la Amazonía. Esperemos que no transcurra medio siglo para que alguna cámara le dé la visibilidad que se merece, como recién le acabó de suceder en el campo de la música al oscarizado “Sugarman” o como, por quedarnos entre las artes plásticas, le está pasando al bahiano Bel Borba, a quien también un documental proyectó para el mundo. Tal parece que el audiovisual estuviera ahora cumpliendo las labores de mecenas, o que tuviera un puntito más de valentía para según qué menesteres.
Pero empecemos, ahora sí, por el principio.
Dos momentos marcan y definen tanto la vida de Felipe Restrepo en cuanto a ser humano, como el sentido y el contenido de toda su manifestación artística.
El primero tiene lugar durante su infancia. Una niñez que transcurría feliz por las veredas del norte del Tolima, donde su padre, dirigente conservador, tenía actividades comerciales. Allí en 1963, cuando contaba con apenas cinco años, sería testigo del asesinato de su padre a mano de bandoleros liberales de la época. Un crimen atroz y macabro, a cuchillo, que quedaría marcado para siempre en la mente del entonces niño y tras el que regresa, junto a su madre y sus cuatro hermanas, a vivir a Cali.
Aquello que fue en apariencia un acontecimiento aislado en una vida, pese a la pertinaz repetición a escala nacional, queda momentáneamente desterrado de la memoria de un joven que da muestras muy tempranas de su habilidad para el dibujo. A su salida del colegio, ya a finales de los 70, se marcha a París a estudiar pintura en la Escuela de Bellas Artes.
Pero vale la pena detenernos, si quiera por un momento, en el contexto de ese entonces, porque no hay vida entendible sin el ahora histórico en el que le toca desarrollarse.
En los años 70 y comienzos de los 80 el arte colombiano vivió un momento nunca repetido. Los nacientes carteles del narcotráfico encontraron en él una excelente manera de lavar dinero (por lo general eran cuadros u obras que se adquirían en el país y se pagaban en cuentas en el extranjero), de manera que la compra de obras de arte fue tal, que se produjo un doble fenómeno: por un lado aparecieron los robos y las falsificaciones, y por otro se dio una sobrevaloración, con su subsiguiente caída de precios a la órbita de lo real cuando toda aquella olla podrida se destapó. Pero mientras este boom duró, se compraba de todo y a ritmo frenético. “Obregones”, “Boteros”, “Graus”… adornaban las mansiones de los capos, el edificio Mónaco de Pablo Escobar o la finca Montecasino de los hermanos Castaño. Ellos fueron sólo algunos de los ejemplos más sonados.
Ningún artista de la época, y muy especialmente si era pintor, escapó al fenómeno que se vivió durante estos años. Botero fue víctima de falsificaciones tan perfectas que engañaron incluso a la prestigiosa revista de subastas internacionales Christies, la cual, en su edición dedicada al paisa, sacó como portada un cuadro que luego resultó ser una falsificación. Otro caso sonado de la época fue el robo que Grau sufrió en su taller de pintura, en el que los ladrones le obligaron, incluso, a firmar obras inacabadas…
Y en medio de aquel baño de lujo y culto, Fidel Castaño fue el personaje de esta especie de historia del hampa en Colombia que tuvo más vinculación, o una vinculación más directa con el arte. “Mi hermano fue un profesional del arte francés”, cuenta Carlos Castaño en Mi Confesión. Y es que, efectivamente, en los años previos al asesinato de su padre, que daría pie al nacimiento de las AUC, Fidel Castaño se dedicó al comercio de arte desde París o Nueva York. Pero aún más, fue muy amigo de grandes artistas como Alejandro Obregón, con quien pasaba noches enteras conversando sobre arte en Cartagena, o de Oswaldo Guayasamín, quien llegó a hacerle un retrato.
Y es con todo este contexto como telón de fondo, que Fidel Castaño aparece en la vida de Felipe Restrepo, o viceversa.
“No, no me siento culpable, dice Restrepo. Fue un momento en que estos personajes no eran criminales, o no se les reconocía como tales, estaban en todas las fiestas, en todos los actos públicos, en los mejores eventos de sociedad, rodeados de cuanta personalidad había o llegaba al país, en el congreso, en las revistas… Todo el mundo se relacionaba con Pablo o con los Ochoa o con Fidel Castaño en ese momento. Y sí, yo lo conocí, fuimos amigos y después de Francia duré un tiempo en Medellín asesorándolo sobre arte, trabajando para él. Luego vino lo del secuestro y el asesinato del papá y Fidel se transformó hasta que cogió las armas y yo nunca más lo volví a ver”.
De esta especie de coctel molotov conformado con su propio encuentro como testigo con la tortura y la muerte, y con sus preguntas acerca de cómo el arte y la violencia pueden convivir en un mismo ser, estalla en preguntas la obra pictórica y escultórica de Restrepo. Y de hecho considero que es así, como una búsqueda constante, como un sinfín de preguntas, de por qués, de interrogantes sin respuesta, la manera más sana de acercarse a la obra del caleño.
Muy en concreto, su más reciente serie llamada Desquite, próxima a exponerse en Ecuador y España (esperemos también que alguien tenga la valentía de exhibirla en el país) es una exploración a partir de relatos de las víctimas que en el Nororiente antioqueño dejaron desde los años 80 las repetidas masacres en Segovia y Remedios. Una recopilación de archivos de prensa y de testimonios recogidos personalmente a través de encuentros y entrevistas, le sirven a Restrepo para levantar una obra cuyo motivo central son reiteradamente unos pájaros tan atemorizantes como los de Hitchcock, pero haciendo clara referencia a los llamados pájaros, aquella suerte de antecesores del paramilitarismo que recorrieron su natal Valle del Cauca, ajusticiando liberales y comunistas y que, como los pájaros, actuaban furtivamente y en bandada, y luego parecían desvanecerse en el aire. Hoy son las águilas negras, y otros chulos, gallinazos o buitres carroñeros, pero el paralelismo con las aves sigue estando vigente.
Dicen que fue el legendario bandolero liberal Desquite, al que el poeta nadaista Gonzalo Arango le dedicó una famosa elegía, quien mató al padre de Restrepo. Años después, varias décadas después y por una de esas no-casualidades que tiene la vida, también se dice que fue un tal alias Desquite, el paramilitar que mayor flagelo y terror infringió en esa zona del nororiente antioqueño; una zona de antigua raigambre sindical, donde comenzó, dicho sea de paso, el genocidio de la UP.
De esas fuentes bebe este tercer Desquite. Un Desquite pictórico, en esta ocasión, a modo de catarsis necesaria para el artista. 42 óleos sobre lienzo componen la epopeya artística. Y al detenerse frente a cualquiera de ellos, con ese tamaño imponente que ronda el metro y medio, se sigue teniendo la misma sensación que con aquellos pequeños bocetos que me lo descubrieron. Los motivos: el uso insistente y nada caprichoso de una paleta de tan solo tres colores: negro, blanco, rojo, y el dibujo. Un dibujo con una precisión en el trazo que hace que cueste mucho creer que estemos ante pinceladas de óleo. Sobre todo en la lluvia de detalles que pueblan los cuadros: personas minúsculas que ponen todo su empeño en jalar de cuerdas o cables que exhiben medidas estrambóticas. Postes de luz repletos de ropa tendida. Pasajes de prensa de la época. Obituarios. Seres indolentes lejanos, en la distancia. Textos ilegibles que se integran en la obra como parte misma de ella, como elemento estético… Un trabajo, en fin, desconcertante por la manera como también se juega con las escalas en un mundo en el que es posible que un colibrí supere en tamaño a un venado y que cambie, por un instante, su febril revoloteo ante el dulzor de una flor, para devorar las entrañas de un mamífero, fuera de toda lógica darwiniana, porque también fuera de toda lógica de conservación de las especies está esa manera cruel e inhumana de matar, a la que ya parecemos habernos acostumbrado.
La obra de Felipe Restrepo está aquí para hablarnos de todo eso y mucho más, a través de todos estos elementos y muchos otros que muy a buen seguro se me escapan. Yo también, lo confieso, apenas estoy iniciando mi acercamiento a esta especie de universo mágico de uno de los artistas más originales con los que me haya tropezado desde hace tiempo.
Les invito a degustar este plato. Muy probablemente encontrarán sabores e ingredientes diferentes a los que yo he creído haber paladeado. Muy seguramente sus percepciones serán otras y quizás, además, de eso se trate. Este ensayo ha sido sólo un intento para que aquel silencio que parecía rodear la exposición de bocetos en el Gimnasio Moderno, se convierta en un grito fuerte y audible, porque soy de esas personas que siguen pensando que el arte es necesario y no ha nacido para decorar paredes. Y porque no sé si sería una elección difícil, pero lo que sí es seguro es que fue afortunada esa decisión de no cambiar el óleo por el AK-47.
.