En el baño con Alén
Por Jorge Acero
Egresado de la Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]
Fotografías: Maria Andrea Diaz
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El auditorio se oscureció luego del último fotograma de Alén. Mientras rodaban los créditos, Francisco, mi compañero de silla, enumeraba cada detalle que había vulnerado su sensibilidad cinematográfica. La película -dirigida por la caleña Natalia Imery-, que toma su nombre del personaje principal, le había gustado realmente poco. Y tal vez tuviera algo que argumentar en favor de su indignación: las canciones interpretadas dentro de escena por la agrupación musical a la que pertenece Alén, lejos de ser melodiosas, en primera instancia resultan discordantes. Quizá mi amigo pudiera someter el argumento del cortometraje a crítica y decir que Alén trata simplemente de una mujer que pretende ser hombre y que participa de un triángulo amoroso que no tiene mayor desarrollo ni consecuencias.
Todo lo anterior e incluso otras críticas pueden ser dichas con mayor o menor seriedad. Sin embargo, debo decir que Francisco perdió la oportunidad de leer entre líneas, de aproximarse, de entender y disfrutar un filme que ofrece una visión intimista y sincera de una persona que pone en cuestión los roles tradicionales de género. El arte, en numerosas ocasiones, nos demanda cierto grado de tolerancia para que podamos comprenderlo o apreciarlo, para que podamos acceder al testimonio de belleza que en él se encierra. Es cierto que Alén es un filme que no se ciñe ni trata de ceñirse a los cánones clásicos de la cinematografía. No tendremos la oportunidad de emocionarnos con un punto de giro inesperado ni veremos un final melodramático en el que los protagonistas logran estar juntos por fin.
No. Sin lugar a dudas no encontraremos nada de eso en Alén. Pero no por ello tendríamos por qué ser injustos. En esta cinta se desarrolla el relato de alguien que ha decidido vivir con toda franqueza su sexualidad dentro de un orden social que legitima e instituye una serie de comportamientos e identidades que los individuos deben imitar en función de su sexo. Este orden hegemónico se materializa claramente en la dicotomía que hay en el vestuario infantil: los niños visten de azul y las niñas de rosa.
La consecuencia directa de esa desobediencia es que el lenguaje audiovisual de Alén no observará las maneras de los discursos dominantes; de los discursos patriarcales, si se quiere. Su música nos parecerán estropicios, su historia nos parecerá baladí, sus temáticas y sobre todo su tratamiento visual nos parecerán chocantes. Enfrentarnos a un cuerpo travestido será para nosotros en muchos casos una agresión, porque se trata justamente de la puesta en cuestión de unos supuestos usos legítimos del cuerpo: un hombre verdadero debe vestir así, una mujer verdadera debe comportarse asá.
Alén, por tanto, es un filme travestido que entabla con nosotros un diálogo en una lengua desconocida. Y si deseamos comprender aquello que trata de decirnos -de gritarnos-, estamos en la obligación de aprender pacientemente su idioma. A mi juicio, la clave interpretativa de este idioma está en el baño de Alén. En Occidente el baño es un lugar privado y a un tiempo universal. Privado, en tanto que su propósito primitivo es el de satisfacer las necesidades orgánicas del cuerpo en un cubículo encerrado. Y universal, en tanto que es una experiencia común y de uso diario, la cual incluye prácticas cosméticas que, vistas desde una perspectiva más amplia, tienen cercana relación con los procesos de socialización. Dicho de manera simple: nos ponemos bonitos para ser vistos por otros.
A partir de este punto, podremos intuir que el baño es un lugar simbólico en el que se formalizan y se refuerzan las prácticas e ideologías dominantes en torno al cuerpo. Es decir, el baño es uno de los lugares cruciales en los que se configura la sexualidad y en el que inicia la resistencia de Alén frente al orden patriarcal. Recordemos que en la primera escena de esta película vemos a una niña -Alén algunos años atrás- pretendiendo afeitarse con espuma y un cepillo de dientes. Se trata del inicio de una transgresión en su propio cuerpo; una transgresión que va más allá del ámbito privado, porque se trata de una experiencia vindicatoria de su sexualidad en un espacio simbólico que, como hemos dicho, resulta trascendente y universal.
La joven directora de este filme, Natalia Imery, nos familiariza con crudeza a los cuerpos travestidos. ¿O somos nosotros quienes no hemos aprendido a mirar esos cuerpos? Cada personaje y cada cuerpo participante en esta historia es un representante de diversas modalidades de género. Allí encontramos a Irene, la mujer quien es objeto de deseo de Alén. Ella encarna una paradoja: de un lado, corresponde al cortejo de Alén y, del otro, sostiene una relación heterosexual con su novio. ¿Podemos afirmar que este triángulo es heterosexual en ambos extremos? Quizá sea más prudente sugerir que la transexualidad supera el binomio hétero/homosexual.
También encontraremos en esta película un personaje encarnado por Claudia Bicharraca. Esta mujer es una abanderada del activismo feminista. Su marcada ideología revolucionaria pregona el reconocimiento de las libertades sexuales de las mujeres, el derecho al disfrute y el derecho de decisión sobre sus propios cuerpos. En el filme, Claudia organiza un reconocido evento en la ciudad de Cali llamado “La marcha de las putas”, que promueve los valores de igualdad de género. En esta fiesta participa Alén con su grupo musical. Sus canciones parecen, en una primera instancia, gritos desgarradores. Pero, siguiendo con la argumentación que hemos elaborado hasta aquí, podemos asumir que su música se aleja de los cánones apolíneos y se aproxima -acaso amenazadoramente- al principio dionisiaco, esto es: a lo orgiástico, a lo vital y a lo desenfrenado. No obstante, es posible que nos resulte insatisfactoria una división tan marcada por dioses griegos masculinos: Apolo y Dioniso. En ese sentido Alén iría mucho más allá de esta dialéctica, a través de la práctica cotidiana de la libertad en su entorno social y privado -y por supuesto en el baño-.
La transgresión de esta dialéctica se acentúa en el lenguaje de la película, no sólo en términos de los planos, montaje y música, sino también en los diálogos que entablan los personajes, porque Alén libra una lucha por el reconocimiento de su estatus de género. El idioma español tiene la particularidad de diferenciar marcadamente el género de los artículos, adjetivos y sustantivos. Por este motivo resulta crucial para Alén que su madre se refiera a él con el género gramatical masculino. A su madre, testigo como nosotros de su transformación, le cuesta acostumbrarse a este régimen lingüístico. Ese reconocimiento que debemos otorgarle a Alén constituye uno de los retos que como espectadores tenemos frente a esta obra.
Es un reconocimiento fruto de la desobediencia del orden hegemónico a través de una herramienta única y efectiva: el propio cuerpo. Como consecuencia de esto, la ruptura definitiva con el establecimiento ocurre en la escena final, cuando Alén orina de pie. Asistimos a un momento transgresor, aunque quizá algunos lo juzguen de grotesco. Pero no es así: Alén, por un lado, nos demuestra que es posible el ejercicio de la liberación sexual y, por el otro, la directora Natalia Imery nos enseña, mediante su película travestida, las nociones primeras de un lenguaje de la libertad.
Jorge Acero Portilla
Fue un tipo que un día decidió ser escritor. Siendo muy niño, su abuelo le regaló un diccionario Larousse. Desde ese instante se aficionó a coleccionar palabras (estratagema, ditirambo, panoplia, cimitarra). Leyó muchos libros amarillentos que le causaban alergia. Conoció personas que amaban los perros y luego personas que amaban los gatos. Renegó por arrogancia del antiquísimo dios de su madre. Asistió algunos años a la universidad y llegó una hora tarde a la ceremonia de grado. Tiempo después, retomó, arrepentido, el camino religioso, pero esta vez con la certidumbre de que dios era una mujer: no había otra manera de explicar la volubilidad del destino. Luego se marchó del país con un diccionario Oxford en la mochila y varias libras de panela. El invierno minó su espíritu y encogió su vejiga latinoamericana: iba por lo menos unas quince veces al baño en el día. Pero sobrevivió por su cuenta y aprendió que en Inglaterra no tiene sentido el concepto de caminar bajo la lluvia. Allí se camina en contra de la lluvia. Una vez que comprendió lo fundamental de la vida británica y el tedio de esos días se lo permitió, consagró su tiempo a la composición de esta corta biografía.
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