Insomnio
Por Jenny Valencia

[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]ENSAYO[/textmarker]

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Despierto a las dos y siete de la mañana a cumplirle a esta relación tóxica que por estos días tengo con el celular: he desarrollado la manía de mirar redes cada tanto para seguir la detonación del país a través de las pantallas. Colombia se me deshace en este rectángulo de diez por cinco centímetros que pago a doce cuotas. La tristeza se me enrosca como una serpiente en el corazón. La lluvia empapa la calle que observo desde mi ventana.

Me preparo un café caliente, intento derretir el desasosiego con un sorbo pero las cifras se salen del celular y envenenan la taza que sostengo en la mano izquierda. Mi pulgar derecho se desliza temeroso por la pantalla en la que un hombre lanza insultos, sus ecos bestiales estremecen este silencio tenso del amanecer; vestido de blanco dispara hacia una oleada de personas que tienen carteles en las manos y arengas que como mariposas sobrevuelan desde sus lenguas en el verano de la insurrección. Ha caído la reforma gubernamental que pretendía que pagáramos tributo hasta por los sueños y los bostezos, pero esa caída la hemos pagado con muertos, detenidos, mujeres violadas, desaparecidos. Miro por la ventana. En frente brillan las lámparas de la única panadería que no ha cerrado ni en medio de las papas bombas y los gases lacrimógenos de la autopista. Un hombre de camisa rosada atraviesa la avenida bajo un paraguas negro, me pregunto si es solo un hombre, o el alma de alguno de los cuarenta y cinco manifestantes desangrados sobre el asfalto.

Dejo el café y el teléfono sobre la mesa e intento espabilar mis pensamientos frotándome los ojos. Imagino el mar, una ola que llegue para arrasarlo todo, las manos que aprietan los gatillos, las muertes, el hambre, su reflejo sempiterno. Recorro los hechos, las palabras del ministro como dardos: “un panal de huevos cuesta mil ochocientos pesos”, el ceño del sobrino que hace los mandados en casa y compra los huevos para el desayuno, el grito de mamá que los prepara, sobre el comedor el puño de mi hermano que se los devora con arepa y café. El ministro aseguró que un panal de huevos vale diez mil doscientos pesos menos y provocó que se levantara el país entero.

Tía Ruca es gobiernista, me rogó que no saliera a las calles. Dio sus razones: la pandemia, las papas bombas, los gases lacrimógenos, los disparos. No quería, pero debía trabajar, y le hice caso pese a esta indignación de profesional endeudada, madre soltera, maga multiplicadora de los panes y los peces en el país de la reforma tributaria. Llevé a Enzo al jardín. Me revestí de profesora e inicié la clase desde la casa de una amiga. Hablaba de los componentes para el tercer párrafo de un texto argumentativo cuando ante lo que llamaron la irrupción de los vándalos en el paro nacional, el alcalde decretó el toque de queda y dispuse de una hora para recoger a mi pequeño y llegar hasta mi hogar. Envolví mi cuerpo con un afán súbito y cogí camino calle arriba. No había transporte. Empapada en sudor toqué al timbre del jardín infantil. La profesora se asomó por la ventana, bajó al niño mientras mascaba la ensalada del almuerzo, me pasó el maletín y me deseó suerte. Su puerta, bloque de hielo, Antártida en el trópico, se cerró en mi nariz. “Mamá tengo sueño”, fue lo último que escuché antes de echarme al pequeño en el hombro y descender.

Unas cuadras abajo las hordas policiales se preparaban para lanzar gases lacrimógenos a los barristas que cantaban una arenga. Corrí buscando calles alternas. Una multitud desaforada salía de un almacén con cervezas, atunes y libras de arroz en las manos. Avancé por ese muladar de zombis que era la circunvalar: una caravana de motos manejadas por pandilleros bajaba desde la ladera, iban sin cascos hacia el saqueo y subían con un festín de alimentos y licores. Se me acercó una moto. Eran dos. El conductor, el escudo de un equipo de fútbol tatuado en la nuca, me mostró sus dientes amarillos con betas negras, lo vi mirarme por un momento la frente mojada, los pelos que se me metían entre las gafas empañadas, las venas de los brazos brotadas por el peso del infante que dormía en mi regazo. Me preparé para entregarle el maletín con el computador adentro, la billetera en la que guardaba los pocos pesos que me quedaban, hasta las gafas, con tal de que nos dejaran con vida. El de atrás se mandó la mano al cinto, imaginé la boquilla del revolver en mi frente. Sacó una navaja, abrió una paca de cerveza que llevaba en la mano, me pasó una lata: “para que baje la sed cuando llegue a la casa”. Desaparecieron en un segundo, sus siluetas difuminadas en la calle donde inicia la loma.

Desde entonces no puedo dormir. La policía invadió la ciudad. Acá abajo se escuchó todo cuando cayó la noche. Disparos, gritos, explosiones, el rugido metálico de un helicóptero sobre nuestros techos, los vecinos desesperados tocando cacerolas como si la comunidad internacional pudiera escuchar nuestro clamor vertido en una cuchara golpeando la paila del desayuno. Un en vivo en las redes sociales desnudó la imagen de un policía descargando sobre un pecho una ráfaga de metralleta, el chico calló desangrado en una esquina, reconocí su tatuaje, el amarillo ocre de sus dientes que brillaban bajo la horrible noche entre su boca muerta.

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*Imagen de cabecera por Possessed Photography bajo licencia Unsplashed