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Los espejismos del desierto en Sal de William Vega

Los espejismos del desierto en Sal de William Vega

Los espejismos del desierto en Sal de William Vega
Por Diego Echeverry Rengifo
Docente i-Realizador Audiovisual
RESEÑA

 

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Esta película colombiana, estrenada en abril de este año (2018), empieza con la imagen de una pequeña embarcación movida perezosamente por la marea y una voz en off extraña, pues no es castellano ni alguna otra de las trilladas lenguas occidentales. En principio creí que era arhuaco, lo cual me provocó, además de cierto entusiasmo, un afortunado extrañamiento, que estaba justamente inaugurando el sentido (más o menos ambiguo) de esta obra, el principio (incluso prehumano y pre-racional) de la historia. Esa voz en off extraña y dulce es de una mujer china, quien narra cómo un mar se fue secando hasta convertirse en desierto, y cómo la sal quedó en la tierra cual huella de su estado primigenio. Vale la pena recordar esa extraordinaria película de Theo Angelopoulos, La mirada de Ulises (1995), que empieza de manera semejante. Un velero se desliza suavemente sobre el mar; desde el puerto, el cinéfilo protagonista se acerca y lo observa al lado de un viejo fotógrafo, piensa en el origen de las imágenes en la península de los Balcanes. La mirada perdida en un plano general de unas hilanderas, registradas en 1905 por los hermanos Manakis. El cinéfilo en la película de Angelopoulos busca esas imágenes perdidas, Heraldo, protagonista de Sal, busca a su padre perdido. Lo común (además de la pérdida) es esa especie de pasión por el origen, esa búsqueda que es, en toda la acepción de la palabra, una odisea.

En la segunda secuencia de la película, Heraldo, un hombre alrededor de los 30 años viaja en una moto destartalada por un desierto. De repente, pierde el control y cae por un despeñadero. Salomón y Magdalena, una pareja de veteranos, le ayudan a sanar disolviendo sal en agua para limpiar sus heridas y recuperar su cuerpo. Salomón es un minero, todos los días le saca un poco de sal a una peña y la lleva a su casa en una carreta para cambiarla luego con Víctor, un viejo avaro que controla el mercado de sal, por otros enseres y cachivaches. Magdalena sale a cazar conejos, a recoger cactus para comer y a vigilar con una vieja escopeta los alrededores de sus estrechos dominios, que suelen ser amenazados por piratas de dos bandos distintos. Mientras Heraldo recobra la fuerza, se va integrando a la vida de la pareja; acompaña a Salomón a la mina de sal y a Magdalena a recoger cactus. En sus conversaciones nos damos cuenta que el padre del protagonista ha muerto en un desenlace fatal de una vida en la violencia. A pesar de ello, Heraldo quiere saber quién era y qué dejó.

He aquí el primer espejismo, el del origen, un antiguo mar que se fue y dejó un desierto; el padre de Heraldo se fue y dejó un hijo sin respuestas. Heraldo está tan árido como ese desierto, pero guarda las huellas (la sal) de su predecesor, que encuentra (como sustituto y como espejismo) en Salomón. Algo sabemos de Heraldo, que trabajaba como domiciliario en un restaurante chino y allí conversa con una compañera de trabajo sobre la travesía que haría a través del desierto. Este episodio, creo yo, nos conecta con el principio de la película en el que la voz en off nos habla en otro idioma, y nos enfrenta al enigma de la comunicación, que trasciende los de la lengua (china o del mismísimo cine de William Vega).

Heraldo habla fluidamente con su compañera china, como si él mismo entendiera su lengua y ella español, es decir, el idioma (la lengua) no es una barrera, lo que es ambiguo es el lenguaje, la manera como leemos y nos comunicamos (con otros o con nosotros mismos) presuntamente a través de mensajes inequívocos o unívocos. Hay cierta ambivalencia en Heraldo, que se manifiesta en su indecisión sobre hacer ese viaje y, en consecuencia, la de querer conocer realmente a su padre. En este sentido, el mensaje de Heraldo es ambiguo, pues trasciende la estructura misma del guión y nos deja con la confusión psicológica y sentimental de un personaje que está en duelo por la muerte de su padre, y no por ello deja de buscarlo. Aunque es probable que al final logre arrancarse los ojos como Edipo, en esa caverna en la que entra con Salomón.

Además del lenguaje tácito pero contundente de los personajes de Sal, el cual logra en la puesta en escena expresar de forma muy natural y eficientemente los conflictos de cada uno, hay otro aspecto muy interesante; los lugares y el paisaje. Las secuencias del mar contrastan con las del restaurante chino, la primera un tanto mítica, y la segunda, cotidiana u ordinaria. El desierto es, en cambio, la realidad palpable en la que está Heraldo. A pesar del extrañamiento, cuando nuestro personaje sale de la habitación hacia la cocina y ve la moto como nueva, dicha imagen funciona como un espejismo, una proyección que pone de manifiesto el más profundo deseo de Heraldo por salir de allí. Otra imagen que funciona como un espejismo en ese desierto (aunque ya no como un deseo, sino como un arquetipo) es el momento en que Heraldo, después de discutir con Salomón, intenta desesperadamente arrastrar su desbaratada moto cuesta arriba, de tal suerte que cuando ha logrado subirla un gran tramo, el aparato se devuelve, similar al mito de Sísifo. Sin embargo, en este caso, el esfuerzo del actor por arrastrar esa moto es real, acontece justamente en el relato y es verosímil. No es un símbolo, sino un acontecimiento en el que se expresa la verdad del cine. William Vega sabe que un cineasta no filma metáforas, porque su material no son las palabras, ni siquiera la realidad, sino la acción.

Al igual que en el desierto, en lo real estamos rodeados de espejismos, porque lo real no es solamente lo que se ve, sino también lo que no se ve (como la fé), el deseo o el sueño, por ejemplo. Esto se manifiesta en Sal cuando Heraldo está en una montaña mirando el mar, quizá el mismo mar de la primera secuencia. Su sueño es volver a su origen, que está tan lejos como su padre, mientras que su deseo se muestra en la secuencia en la que está tumbado al borde de un río, lavándose la cara y la cabeza (y las ya mencionadas antes en las que aparece la moto), un tanto más cercanas (no como esa idea más o menos arbitraria y hegemónica de Edipo). Pero lo más cercano es lo real, la sal con la que se cura Heraldo y con la que guisan los alimentos, la misma que Salomón vende a Víctor, el usurero y desagradable mercachifle del desierto.

La sal y el desierto es la realidad árida y estrecha de Heraldo, la misma de Salomón y Magdalena. No es irreal por el hecho de ser una representación. La sal, en efecto, cura. En la película cura a Heraldo, y gracias a ella es que Salomón y Magdalena pueden sobrevivir el día a día, pero además sirve como intermediaria para que esta pareja pudiera también curar la ausencia de su hijo o darle algo de sentido a su monótona vida. Si la sal tiene una función simbólica en esta película es sólo porque se puede constatar en lo material y porque ha cumplido una función social. La sal y el desierto como huella de su antepasado marino, funciona igual en lo que sea que quiera representar esta película (la búsqueda de un hombre por el sentido, de tener un padre o de existir). Es el vestigio de algo, de cierto fenómeno psicológico, social o político. ¿Cuál será entonces el fuera de campo de Sal?, ¿Qué tiene que ver con nosotros?

El paisaje emocional de Sal es desolador, cada uno de sus personajes está tan curtido y estéril como ese desierto. La tierra los ha hecho lo que son, hay ahí una correspondencia sutil entre territorio y cuerpo, pero también un combate. El desierto quiere agotarlo y secarlo todo, mientras que el cuerpo quiere sobresalir, tener una identidad y una historia propia. El desierto es el fundamento (origen) y el material de la obra de Vega. Sobre él se levanta esta película, es el origen de sus imágenes: la tierra, porque, parafraseando a Heidegger “Ser-obra significa levantar un mundo” sobre la tierra, y siempre, como herencia de un territorio y un pueblo. No basta explicar por qué ese desierto es Colombia y Heraldo una víctima que tiene un mensaje para nosotros, una verdad que es al tiempo íntima (espiritual, ontológica) y pública (histórica, cultural).

Sal no es una película fácil, el tiempo diegético en la que se desarrolla no se determina, lo cual es interesante pues quiere decir que aspira a decir algo que no está reducido al presente fugitivo y congénito de la banalidad cotidiana o de la comunicación. El trabajo de arte es acertado en este sentido, el vestuario y las dos locaciones construidas en el desierto de la Tatacoa lo comprueban, pues bien podría ser a finales de la segunda mitad del siglo pasado o a mediados de este, en un futuro post-apocalíptico. La fotografía, de igual forma, es justa y coherente con el paisaje y la escenografía, es decir, no es pretenciosa, como suele pasar en estos casos. No tiene mucha acción, la necesaria en un desierto en el que no hay mucho por hacer y la suficiente para mostrar que su personaje principal está encallado en ese lugar, sin la fuerza o voluntad para salir de allí. No le hace falta más drama, quizá porque justo eso (entre muchas otras cosas, tal vez) era lo que quería tratar su director: la indecisión, la fragilidad, la incomunicación. No es Heraldo un decidido héroe, sino el tímido mensajero de una realidad tan pobre como la vida misma o como la Historia (recordar el mito de Sísifo), que se quiere re-conocer, y saber por qué está en ese desierto.

Dos cosas para terminar. Primero, ¿cuál es la gracia de un sueño?. No tanto que pensemos o creamos que es real, sino que lo sintamos como una vivencia, como una emoción, de lo contrario no tendrá sentido, y tal vez, ni siquiera lo recordemos. El espejismo es distinto, no es una vivencia, sino la ilusión de esa vivencia, un anhelo o una esperanza, que por su misma naturaleza, está lejos. El sueño es más visceral (inmanente), mientras que el espejismo es más intelectual (trascendente). Segundo, creo que Sal es una película muy ajustada y cerrada sobre sí misma, es decir, hermética, pero no como Hermes el de los pies ligeros, sino como Hermes el que trae un mensaje muy codificado y sólo para algunos elegidos. En las dos veces que la vi, me pregunté qué me llevaba con esta película. Por supuesto que mucho, de lo contrario no me hubiera atrevido a escribir, pero no logré reconocer, o mejor, revivir una emoción que me permitiera sentir el duelo de Heraldo, que termina a oscuras en una caverna, como si nada hubiera pasado. Es una idea potente, pero pasa como un espejismo y no como un sueño, en el que efectivamente se pueda sentir el dolor de la pérdida o la crueldad de una realidad siempre adversa. Y todo ello, porque todavía creemos que el símbolo no es una fuerza material y visceral que podemos vivir de verdad, un regalo (un presente) o una herida que nos llevamos a casa, para volver más humanos (Einhausung).

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Referencias Bibliográficas:

– GADAMER, Hans-Georg (1996) La actualidad de lo bello. Paidós. España.
– HEIDEGGER, Martin. (1994.) Arte y poesía. Fondo de Cultura Económica.