Mentir para decir la verdad:
El uso de la función tabuladora en la (re) construcción de un pueblo
Por Magda Hernández M.
Egresada de la Escuela de Comunicación Social
Universidad del Valle
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]
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Colombia, 1978. Han pasado once años desde el Primer Encuentro de Cine Latinoamericano de Viña del Mar –en donde de la conjunción de apellidos como Rocha, Álvarez, Gleyzer y Sanjinés explotó en mil esquirlas contagiosas el llamado “nuevo cine latinoamericano”. Pero ya para 1978, muchas de las formas de subvertir a la industria y de convertir al cine en una verdadera herramienta, un arma de cambio social y político (“La cámara es la inagotable expropiadora de imágenes-municiones, el proyector es un arma capaz de disparar 24 fotogramas por segundo”, afirmaban Getino y Solanas en su manifiesto hacia un tercer cine) propuestas por estos nuevos cines latinoamericanos se desdibujaban en la cinematografía colombiana. Es este el momento de polarización entre los que aspiraban a públicos más amplios, pensando en consolidar un cine popular y comercial, cuyo principal objetivo era divertir al espectador y redituar en ganancias para sus productores, y los que privilegiaban un sentido político, ético y social del cine, con un fuerte compromiso con la realidad colombiana.
La década del setenta trajo consigo innumerables esfuerzos por concretar una verdadera industria cinematográfica en el país: se consolidaron espacios de difusión (como el Festival Cine de Cartagena), se crearon entidades estatales de financiamiento (como FOCINE ) y se implementaron leyes que incentivaban la inversión de capitales en la naciente industria (como la ley del sobreprecio que establecía que se dividiera proporcionalmente entre los productores, distribuidores y exhibidores de cada corto nacional un porcentaje del aumento sobre las tarifas de las entradas). Estos hechos permitieron incrementar -como nunca en la historia del cine colombiano- la producción de cortos y largometrajes pero, a la vez, generaron un afán por producir de manera rápida, eficiente y con bajos costos. De ahí que se privilegiaran fórmulas que eran repetidas hasta el cansancio, se utilizaran estructuras vaciadas de su sentido original y se hiciera de la miseria un producto exótico y fácilmente comercializable. De aquel cine de la década previa –comprometido política y socialmente- el cine colombiano tomó prestadas estéticas y procedimientos para volcarlos al registro de la pobreza, a la actitud voyerista, al aprovechamiento de la miseria. Un cine que se negaba a pensarse a si mismo más que como una supuesta ventana transparente hacia un mundo alejado del espectador, pronto recibiría una dosis de reflexividad que le haría girar su lente hacia sus procesos de producción, hacia sus realizadores y, por supuesto, hacia sus propios espectadores.
Fue en 1978, cuando Luis Ospina -acompañado de un grupo de adictos al cine, nacido bajo la sombra protectora del Cineclub de Cali-, dio a luz “Agarrando pueblo”: aparentemente un documental sobre la realización de un documental, pero este último –como el primero- falso, inexistente, una ficción. La mentira, herramienta fundamental de este filme, pone de manifiesto el espinoso espacio en el que se entrecruzan la ética, la política y el cine. Pero a la vez, la mentira se transforma en la forma necesaria, en el único modo posible de inventar un nuevo pueblo.
Para acercarnos a este filme trabajaremos el concepto de fabulación propuesto por Gilles Deleuze a partir de Bergson, definido como el acto de producir representaciones fantásticas con una fuerza que excede el vínculo con lo real o con la verdad, pasando a tener un carácter mítico. La función fabuladora, como proceso ligado inicialmente al mundo de la religión, fue retomada por Deleuze y aplicada a su análisis del cine del Tercer Mundo. Según este autor “si hubiera un cine político moderno sería sobre la base: el pueblo ya no existe, o no existe todavía (…) el pueblo falta ” y continúa afirmando que “esta comprobación de la falta de un pueblo no es un renunciamiento al cine político sino, por el contrario, la nueva base sobre la cual este se funda a partir de ahora, en el Tercer Mundo y en las minorías. Es preciso que el arte, particularmente el arte cinematográfico, participen en esta tarea: no dirigirse a un pueblo supuesto, ya ahí, sino contribuir a la invención de un pueblo nuevo” .
En este análisis descubriremos que la imagen del pueblo -inactivo y pasivo- planteada inicialmente en la película se transforma, a partir del uso de la función fabuladora, en un pueblo posible, un pueblo que deviene otro.
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Ficcionando la verdad, documentando la mentira
A la hora de categorizar, territorios como documental y ficción se muestran agrestes con un filme como Agarrando pueblo. Más que encuadrar en una categoría, la película parece poner en tensión esa -ya de por si dificultosa- relación entre ambas, al construirse sobre una mentira: la que entraña el realizar un documental sobre la realización de un documental que no existe.
El objetivo de Luis Ospina y su grupo de colaboradores era denunciar la “pornomiseria” – la explotación documental de la miseria de los países del “Tercer mundo”, que hacía de esta un producto comercializable, adecuado a las expectativas y los prejuicios de los espectadores extranjeros-. Para esto construyen una situación haciendo uso de la ficción (la grabación del documental “¿El futuro para quién?”) pero excediendo sus límites. Como afirma Deleuze, “lo que se opone a la ficción no es lo real, no es la verdad, que es la de los amos o los colonizadores, sino la función fabuladora de los pobres, que da a lo falso la potencia que lo convierte en una memoria, una leyenda, un monstruo”. Tenemos entonces unos personajes que dejan de ser reales o ficticios o que son tanto reales como ficticios, que entretejen la realidad y la mentira, fabulan. La fabulación no consistiría en imaginar ni en proyectar un sí mismo: parte de ese real para elevarse hasta devenires o potencias. Así, la película toma al pueblo que está ahí, lo muestra, lo ve y lo escucha, pero luego le permite transformarse, reconstruirse ya como mito, como fuerza transformadora.
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Agarrando: agarrar y ser agarrado.
“Agarrando pueblo, escena uno, toma uno” dice una voz femenina en la pantalla al tiempo que se da el claquetazo inicial que nos introduce en la película. Estas palabras, al igual que el título del filme, presuponen la existencia de un pueblo y nos permiten instaurar los interrogantes que serán nuestros puntos de partida: ¿Quién es ese pueblo agarrado? ¿Quién está agarrando pueblo? A través del procedimiento del cine dentro del cine y del establecimiento de relaciones con el espectador, la película nos plantea tres respuestas complementarias a estos interrogantes.
En un primer momento, la cámara se dirige hacia un cineasta de cine y su camarógrafo quienes, sin ninguna consideración, filman a un hombre que pide limosna al tiempo que le dicen que “mueva el tarrito”. Estos personajes recorrerán la ciudad en busca de imágenes del pueblo, un pueblo que se convierte a sus ojos en un objeto exótico en su pobreza o en su locura: “locos, mendigos, gamines…¿qué más de miseria hay, a ver?”, pregunta el director en su afán por plasmar esta primera imagen del pueblo, la de un objeto exterior a los realizadores del filme, violento, amenazante, demente. Evidentemente esta construcción del pueblo deja al descubierto, sin ninguna ingenuidad, un campo ético que cuestiona la forma en que los cineastas se acercan al mundo que pretenden documentar, su “vampirismo” manifiesto, voluntario y consciente. Pero como veremos más adelante, no es sólo la relación realizador/sujeto filmado la que se ve polemizada, sino también la que se crea entre el espectador y el filme, un espectador que agarra pero a la vez corre el riesgo de ser agarrado.
Volviendo a la idea de pueblo, existe uno más en la película. Un pueblo que pasa casi inadvertido inicialmente. Si miramos con atención descubrimos que es la película que nosotros vemos la que se titula “Agarrando pueblo” y no la que se está realizando dentro del filme (que se titula “¿El futuro para quién?”). De ahí podemos deducir que también hacen parte de este pueblo agarrado por la cámara las personas que rodean a los realizadores mientras graban, las que sonríen cuando la cámara pasa, las que atraviesan el cuadro sin interés alguno. Es un pueblo de tímidos, callados, curiosos o indiferentes pero, sobre todo, un pueblo inactivo, un pueblo que observa. Pero es justamente ese pueblo el que se ve afectado por la función fabuladora. Según Deleuze, al autor cinematográfico “le queda la posibilidad de procurarse a “intercesores”, es decir, tomar personajes reales y no ficticios, pero poniéndolos en estado de “ficcionar”, de “leyendar”, de “fabular”. Es justamente eso lo que hacen los integrantes de este segundo pueblo, son ellos mismos frente a la cámara pero a la vez se crean como personajes. Así, poco a poco, este pueblo callado y tímido cobra fuerza: primero, pregunta con curiosidad (es el taxista que interroga a los realizadores sobre lo que hacen), luego se inmiscuye y critica (cuando los realizadores graban a los niños que nadan y se forma una discusión entre varias personas que observan la grabación) y finalmente se convierte en una potencia que rechaza, agrede (es el personaje que se introduce al final de la película, que impide la grabación en su casa) y que es capaz, incluso, de producir un corte (literalmente, un cambio de plano), es decir, que incide sobre la realización de la película. En el momento final, cuando el personaje que ha interrumpido la grabación, desenrolla los carretes de película y tras envolverse en ellos ordena “corte” y este efectivamente se da, el pueblo inactivo deviene pueblo con “poderes sobrenaturales”, un pueblo que es personaje de la película pero -al mismo tiempo- adquiere suficiente fuerza para transformarla y decidir sobre ella. Dentro del universo de verdad que construye el mito, el poder de transformar el mundo -el mundo fílmico en este caso- se hace evidente.
Al poner en funcionamiento la fabulación, la película critica la actitud de este pueblo y, al tiempo, le permite crearse a si mismo nuevamente, desarrollar su potencialidad, se le pide que tome conciencia y actúe. Un nuevo pueblo, un pueblo mítico, cobra vida.
Pero hay también un tercer pueblo, un pueblo invisible en la película y por eso difícil de percibir, pero no por esto inexistente. Hacia el final, en tan solo un plano, con una mirada dirigida hacia el fuera de cuadro, también nosotros –espectadores hasta ese momento inmunes a lo que sucede en la pantalla- corremos el riesgo de convertirnos en pueblo agarrado por la cámara: el director y su equipo llegan a una casa pobre, con una familia rentada que dará falso testimonio de su miseria. Se empieza a preparar todo para grabar, se ubica a la familia en su lugar, el director y el camarógrafo se acercan -con sus instrumentos de medición de luz- a la cámara que documenta su trabajo, “hay que filmarlos como viven” dice el director mientras observa fuera de cuadro: parece buscarnos a nosotros, pueblo a punto de ser capturado por el lente pero, a la vez, espectadores dedicados durante 28 minutos a agarrar pueblo.
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Agarrando pueblo para (re)crear un pueblo
“Lo que acabó con la esperanza de la toma de conciencia -dice Deleuze- fue justamente la toma de conciencia de que no había pueblo, sino siempre varios pueblos, una infinidad de pueblos, que quedaban por unir o bien que no había que unir, para que el problema cambiara” . Es a partir de esta fragmentación y de la posibilidad de superarla que se construye Agarrando pueblo. Se trata de un planteamiento político: el pueblo no falta, está ahí, atomizado e inactivo, y la película le brinda la posibilidad de fabular su propia existencia, de construirse en un futuro posible, contribuyendo a su propia reinvención.
De la conjunción de estas tres representaciones del pueblo, la película construye la imagen de un pueblo mítico. Pues no se trata en este caso sólo de generar versiones divergentes del pueblo, sino de producir una representación capaz de exceder el vínculo con lo real o con la verdad. Si entendemos el mito como espacio de contradicciones irresolubles, como lugar de construcción de una verdad autónoma que no se entrega a la razón lógica y no como mera fábula inventada, es posible concebir estas tres visiones sobre el pueblo como partes de una mirada integradora, capaz de aprehender la realidad de manera viviente, en sus múltiples facetas e, incluso, en sus futuros posibles. En Agarrando pueblo, el pueblo son los locos, vagabundos y mendigos, los meros espectadores de ese espectáculo creado para la cámara, los transeúntes que pasan, los que preguntan y critican, el pueblo se debate entre lo que es y lo que podría o debería ser y, finalmente, el pueblo somos nosotros los que de este lado de la pantalla y, sin quererlo, también fuimos agarrados. En esta película el pueblo sí existe, es representado a través de diversos personajes, a la vez reales, ficticios y fabuladores de su propio mundo. Toma formas distintas y logra devenir otro, una potencia, un futuro.
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Magda Hernández M.
Comunicadora social-periodista de la Universidad del Valle (Cali-Colombia). Actualmente cursa la Maestría en periodismo documental de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Su proyecto Cadena perpetua, ópera prima documental, se encuentra en etapa de desarrollo.
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