¿Qué ves cuando los ves?
Por Jacobo Arango
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La fotografía es como una cita, una máxima o un proverbio.
Susan Sontag: Ante el dolor de los demás.
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El 27 de mayo de 2021, la artista caleña Carolina Charry publicó en cerosetenta un ensayo urgente: “Los en vivo: estar vivos y ser vistos” que analiza los efectos y la potencia, en tanto imágenes para salvar vidas, de los videos que muchos jóvenes manifestantes subieron a las redes sociales durante el último Paro Nacional. Entre los hallazgos que se pueden encontrar en el texto, me interesa en especial una observación extraordinaria respecto a la división, pocas veces tan cruda, entre los actores físicos de los en vivo y la comunidad que tal vez los haya visto de madrugada en la sala de la casa, acaso encerrados en el baño de la oficina, lejos del teatro de los acontecimientos. “El peligro de esto”, observa Charry, “es la naturalización de la vulnerabilidad extrema de ciertos cuerpos y no de otros.” Más adelante encontré el siguiente párrafo, del que se desprende, como fragmento y reverso macabro, mi ensayo:
“El en vivo, en tanto que imagen-cuerpo reclama políticamente la vida digna de los cuerpos que fabrican esas imágenes, y también de todos. Pero es peligroso obviar con demasiada facilidad que, como todas las vidas, éstas son únicas y no deberían ser en ninguna medida dispensables ni sacrificables. La aspiración última de las acciones de estos manifestantes y los en vivo que transmiten, es poder salir de una posición de vulnerabilidad permanente, en lugar de estar condenados a ella.”
Ahora, en noviembre de 2021, me gustaría escribir sobre los masajes, forma coloquial y discursivamente perversa, como buena parte de los desplazamientos verbales caleños, que se usa para referirse a la paliza que recibe un ladrón apresado por la ciudadanía. Basta buscar etiquetas como “masaje” “ladrón” y “Cali” en Twitter, por ejemplo, para encontrarse, a diario, con más de un video, a menudo clasificado por zonas de la ciudad. Estas transmisiones diferidas siempre llegan tarde al acontecimiento, igual que los dos o tres agentes de policía que defienden con desgano al ladrón, a veces desnudo, casi siempre ensangrentado, que balbucea inútiles e inaudibles palabras de amenaza o clemencia.
Pensé en un video en específico cuando tuve la necesidad de escribir este ensayo. Se filmó el 28 de septiembre del 2021 y su autor es anónimo, como suele pasar con el género fugaz del que me ocupo aquí. Cuatro hombres se acercan a un banco en el centro de Cali. Uno tiene 21 años. Muchos de los locales de ropa, las ópticas, las ventas de disfraces y juguetes eróticos, siguen cerrados a esa hora fresca de la mañana. Pero el centro nunca está del todo vacío. Ya han sacado al borde de los andenes los carritos que venden cargadores, el cuchillo pelatodo, los lentes de sol que pronto perderán su leve capa de plástico negro. Pasan camiones hacia la Alameda. Algo se estremece a mitad de la calle, justo afuera del banco. Es en este momento que se enciende la cámara.
Lo primero que veo, mejor, lo primero que llama mi atención es esta imagen.
Apenas el hombre de chaleco desenfunda, suenan tres tiros. La cámara se ladea hacia el pavimento (imagino a la persona que sostiene el celular a punto de lanzarse al suelo) y se suceden cuatro detonaciones más. Siete tiros entonces. Una mujer grita “¡Ay, por dios!” y la exclamación se oye sobre algunas motos que corcovean y las secuelas sónicas de la última bala. Nadie, no obstante, dirige su atención al hombre armado al frente de la escena filmada y, a la vez, en la retaguardia de la escena real. Me gusta usar el término escena porque así, en algún sentido similar a lo que hace Sontag con el epígrafe de este ensayo, me acerco a la experiencia escrita. Ya habrán notado que, en realidad, estas imágenes son extraídas de un video. ¿Era acaso la intención de la persona que filma enseñarnos a estos dos hombres armados? ¿Qué quiere decirnos ese ojo?
Porque después del susto, la cámara se dirige decidida hacia la cuadra del banco, tras varias motos, entre ellas una de la policía, y algunos transeúntes que ya corren por el andén como si allá adelante los esperara una revelación. La mayoría de vendedores mira desde su respectiva distancia al que yace en mitad de la calle. Entre las sirenas, una voz airada grita que “maten a esa gonorrea”. Parece como si todos (vendedores, curiosos, residentes del sector) fueran conscientes de que, acaso por primera vez, especialmente en el centro de Cali, sus cuerpos no son los que atraviesan el estado de vulnerabilidad extrema mencionado por Charry. Hoy es el turno del desconocido allá adelante. Es ahí cuando otro hombre armado se atraviesa en la escena. Nadie corre al verlo ni reconoce peligro alguno en él. Camina entre un par de motos y luego guarda el revólver porque comprende que no podrá usarlo, que ya la policía asesinó a ese muchacho de 21 años a la salida del banco.
El video se corta (es decir, regresa a su estado original, que fue interrumpir, hacer una aparición fantasmal en la monotonía publicitaria de las redes) con un acercamiento al cuerpo tendido junto a la moto de escape. Una agente armada lo custodia mientras habla por radio. El hombre de camiseta negra pasa y mira de reojo la escena antes de perderse de vista.
De existir, ¿cuál sería la cita compuesta por estas dos imágenes que yo aíslo? ¿Cuál es el texto que convocan? En la introducción de Dolerse: textos desde un país herido, un libro que podría haber sido escrito con Colombia en mente, Cristina Rivera Garza habla del comportamiento común para quienes presencian hechos como el que he narrado: “… el que se horroriza separa los labios e, incapaz de pronunciar palabra alguna, incapaz de articular lingüísticamente la desarticulación que llena la mirada, muerde, así, el aire.”
Sí, esta es una escena de horror, al igual que todas las piezas pequeñas que la conforman, y lo es, particularmente en la experiencia nuestra (aunque Sontag señale que no es correcto suponer un “nosotros” en estos casos), porque se diría que ninguno de los presentes en el plano secuencia del video lo ve así. Nadie siente el horror. Nadie se queda sin voz. Nadie se siente amenazado en esta escena si ve un joven muerto a tiros en el centro de Cali.
Veo estas imágenes y al tiempo las pienso sobre un lienzo ancho. Alguien ha dispuesto sucesivas copias en diferente proceso de descomposición. Los blancos y grises espectrales del negativo dan paso a manchas color ámbar en las esquinas, como las que indicaban el cambio de rollo en el cine. El arma a la altura de la cintura se desdibuja, igual que el contorno del hombre que la empuña. Al final de la secuencia hay un pequeño recuadro en blanco, la tela misma del lienzo. La imagen nos atraviesa y se difumina antes de salir al otro lado.
Me parece que podría haber elegido otras escenas recientes; el masaje de La Pasarela en Cali, el del negocio de billares en Cúcuta, la humillación de las chicas que fueron forzadas a desnudarse, también en el centro, y que en todas veríamos una serie de movimientos y voces ya familiares. Lo pienso y sólo después alcanzo a percibir que no, es una trampa. Porque son las palabras que acompañan a la imagen, sus aparejos en forma de comentarios airados, justificadores, indignados, frases de pleno furor o impávida crueldad, lo que no cambia, como si el discurso no pudiera ajustarse a la velocidad de las escenas y hubiera encontrado un justo medio, una equidistancia gélida que le permite estar y no estar, desdoblarse ante la contemplación de la muerte en pura ausencia rutinaria.
No me interesa preguntarme ahora, pese a la conexión que ya he establecido con los en vivo, por lo que habrán hecho los hombres armados que salen en estas imágenes durante el Paro. Quiero decir, ya hay alguien que oye disparos en el centro de Cali y decide ir celular en alto hacia lo que intuye: la persona cercada por otros que la patean y escupen, que le arrojan piedras o la desnudan, o todas estas acciones al mismo tiempo. Ya hay, en esta composición sórdida, gente impávida ante los desconocidos que descubren su torso para sacar una pistola, expresiones de júbilo y rabia. A diferencia de los en vivo, nadie censura estas escenas. Ningún algoritmo considera incómoda o perjudicial la presencia de este video en línea, entre cientos iguales, así como nadie que aparezca ante la cámara del celular se muestra indignado o temeroso.
De hecho, el video está inscrito en la más aterradora normalidad y la muerte del muchacho funciona apenas como una distracción, suerte de pausa activa en la que el transeúnte puede, como mínimo, aullar enardecido. A la necesidad inconfesable de ver un linchamiento, se suma aquí la voluptuosa sed de retribución. El que filma, el que corre armado siguiendo voces y sirenas, parece que oyera una campana, el timbre de Pavlov que lo habilita a ceder, quizá por una vez en la vida, a dejar el cuerpo en un acto de fuerza, de pretendida justicia. Después, cuando el trance ha concluido, todos regresan a sus ocupaciones. Alguno invitará a seguir sin compromiso a la dama y el caballero. Otro tal vez recuerde que hacen falta los pañales de la niña. Se desactiva la performance, atrás queda, como un sueño confuso, un hombre vivo o muerto en el que nadie piensa.
¿Es posible, durante esos minutos de paliza, que el horror suba a la boca de algún participante u observador? ¿Cuáles serían sus reacciones en ese caso? No sé. No puedo, me doy cuenta, hablar de un “nosotros” en esos términos. Para volver a Sontag, entiendo que la siguiente cita, que ella escribió pensando en las guerras libradas por Estados Unidos, tiene cierto valor de adaptación, en tanto vale para los sucesos del Paro según los ha leído Carolina Charry, así como para estas notas dubitativas: “Para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia del otro, y de que la guerra debe seguir, lo importante es precisamente quién muere y a manos de quién.”
Esa frase está en el centro del discurso social respecto a los masajes de la misma forma elíptica en que alrededor de ellos opera toda una escisión que el Paro Nacional hizo visible. Rivera Garza denomina Estado sin entrañas al que, como ha sucedido en México durante buena parte de este siglo, “… rescinde su relación con el cuidado del cuerpo de sus constituyentes.” Si la cuestión decisiva aquí es que estos videos ponen de manifiesto la progresiva deshumanización de ciertos actores sociales, el desinterés y la complicidad de otros, el vacío espontáneo que se abre a su alrededor, habría que decir que todo ello sucede con la anuencia de un Estado irreconocible, que opera al revés de lo que debería, y, a la vez, demasiado familiar.
No vemos aquí un masaje, en la acepción local de la palabra. Escogí hablar de algo que no está. He sustraído las imágenes más redundantes en favor de los momentos anteriores a la precipitación porque en ellos se ve la rápida, casi automática, actitud dispuesta de los testigos. Cabe preguntarse, desde luego, por nuestro propio comportamiento si alguna vez suena la campana cuando estemos cerca. ¿Cuál será nuestra aspiración ante semejante cuadro hipotético? Quizá alguien opine, como lo hacen cientos de comentarios anónimos que decidí omitir aquí, que los masajes y ajusticiamientos se cometen sólo contra ladrones descubiertos en plena flagrancia, nunca hacia esa notoria contradicción denominada “ciudadanos de bien”. Pavoroso argumento en el país de las Convivir. La imagen, privada o no, fragmentada o no, se desliza sin que los ojos cansados parpadeen siquiera.
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Jacobo Arango
Magíster en Literaturas Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle. Docente, crítico y escritor. Actualmente hace parte del comité editorial de Sic Semper Ediciones.
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Referencias:
Charry, Carolina (2021). “Los en vivo: estar vivos y ser vistos”. Disponible en: https://cerosetenta.uniandes.edu.co/los-en-vivo-estar-vivos-y-ser-vistos/. Consultado el 3 de noviembre de 2021.
Rivera Garza, Cristina (2015). Dolerse: textos desde un país herido. México: Surplus Ediciones.
Sontag, Susan (2010) Ante el dolor de los demás. Colombia: Random House Mondadori.
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