Resonancias de un trueno:
Trayectorias de algunas acciones plásticas
en el contexto de la movilización popular en Cali
Por Alejandro Martín Maldonado
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]ENSAYO[/textmarker]
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El paro fue un cimbronazo que nos sacudió tan intensamente que quedamos aturdidos.
Fue un tiempo tan singular y diferente al resto de los tiempos que implica un gran esfuerzo ecualizarlo con la vida que sigue. Fue tan fuerte todo lo que sucedió, todo lo que se manifestó y se hizo explícito.
Al intentar escribir, se siente la presión de que es un tiempo que exige justicia.
Durante el paro muchas de las contradicciones con las que habíamos sido capaces de vivir sin explicitar, reventaron. En la madrugada del 28 de abril, el derribamiento de la estatua de Sebastián de Belalcázar por parte de miembros de la comunidad indígena Misak señaló lo que estaba en juego: la estructura colonial que se ha mantenido por siglos, una sociedad de una desigualdad radical con una gran mayoría empobrecida.
Y a la vez, el pedestal vacío sobre las faldas de la montaña dejó claro cómo las cuestiones simbólicas no resultan marginales en el debate actual, sino que son un espacio crucial. En los distintos entornos de movilización, las distintas manifestaciones artísticas fueron un motor fundamental de lo que se estaba viviendo, y de lo que se quería decir y transformar. En todos los momentos se destacó la potencia estética de la movilización en los múltiples planos, espacios y medios.
La ciudad nos exigió tomar posición y darle forma, texto, ritmo, color.
Escribir ahora sobre el paro, y sobre las manifestaciones artísticas, y los modos en los que arte y artistas se implicaron en lo que estaba sucediendo me confronta de manera muy personal. Porque hasta el paro yo trabajaba como curador en el Museo La Tertulia, el museo de arte de la ciudad, y en los primeros días de mayo tuve que renunciar ante la imposibilidad de actuar desde la institución a causa del veto que impusieron las directivas. Se nos prohibió manifestarnos contra la represión que vivía la gente en las calles por parte de la policía y la violación de los derechos humanos que tenía lugar en Cali.
Este contraste entre la incapacidad del museo de estar a la altura de su tiempo y la fuerza y coherencia con que las distintas colectivas populares asumieron el paro, sus conflictos y dificultades es algo que me confronta de modo muy fuerte.
Escribo ahora, un tiempo de suspenso, de duda y reflexión, de plantearme desde dónde quisiera yo actuar.
Revisar, revisitar el paro, es también buscar cómo se mantiene vivo lo que afloró.
Fue tal la dimensión de lo que sucedió que presentar un panorama que apunte hacia algún tipo de completud requerirá mucho más tiempo y de todos modos se quedaría corto. Por ahora quisiera relatar algunas series de acciones, de procesos, de algunas agrupaciones concretas que durante el paro reaccionaron de manera fuerte y consecuente. Se trata de ejemplos que dan cuenta no sólo de situaciones en el marco de la movilización, sino de procesos que vienen gestándose desde hace un buen tiempo.
Y a partir de allí, quisiera hilar algunas reflexiones sobre la idea de arte, las formas de movilización desde las prácticas culturales y la renovación de la concepción de lo popular en Cali y la fuerza que puede brindar para apuntar a una ciudad por venir.
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Re–pintar los muros
Desde lo plástico, la gráfica urbana dejó ver la importancia de lucha por lo público.
Los murales, letreros y marcas por toda la ciudad dieron forma a los reclamos, las comunidades implicadas y las formas de apropiación del territorio. Desde un comienzo, los muros y todo lo que allí iba quedando consignado iba dando cuenta de lo que estaba en juego. La secuencia, durante el mes de julio, de borramiento y vuelta a pintar de los murales en el puente de la calle quinta, en el centro de la ciudad, hizo patente la importancia crucial de lo que sucede en los muros de la ciudad.
A comienzos de julio, un grupo quienes han venido a denominarse «ciudadanos de bien» mandaron a pintar de gris los enormes muros donde distintos mensajes se aglutinaban alrededor de dos textos en enorme formato que se habían pintado antes del paro: EN CALI SECUESTRAN MUJERES –realizado por parte de colectivas de gráfica feminista– y PAREN EL GENOCIDIO –realizado por un colectivo de gráfica política muy conectado con las comunidades de los territorios– que denunciaba allí la gravedad de la serie de asesinatos a líderes sociales en el país y exigía acciones para detener una masacre que no para.
A estos murales se habían sumado, durante el paro, homenajes a víctimas recientes como el cantante de Buenaveuntura, Junior Jein, con un enorme SOMOS DIFERENTES –título de una de sus canciones–, y denuncias a crímenes de estado como los recién consignados por la JEP de los mal denominados falsos positivos.
Este «borramiento» sucedió poco tiempo después de que el conflicto en Ciudad Jardín se acrecentara con el ataque por parte de personas armadas –en complicidad con la fuerza pública– a la Minga Indígena, y del enfrentamiento, liderado también por grupos paramilitares del sector, que llevó a la detención ilegal del músico Álvaro Herrera junto con otros activistas. Entre quienes convocaban a pintar de gris los muros estaba Andrés Escobar, quien con arma en mano, había liderado el operativo entre los civiles de Ciudad Jardín. Y líderes uribistas como María Fernanda Cabal y Christian Garcés, encabezaron el grupo de personas de camiseta blanca que llegaran a censurar los murales, acompañados de algunos voluntarios y muchas personas contratadas para la tarea.
En una rápida respuesta por parte de los colectivos de artistas, desde las redes sociales se convocó a la ciudadanía a repintar los muros, potenciando los mensajes borrados, y haciendo memoria de los compañeros muertos durante el paro. La respuesta fue enorme, y cientos de artistas llegaron a pintar juntas.
El colectivo feminista Malajuntaklan retomó el muro en la parte superior, y la denuncia se convirtió ahora en un reclamo: VIVAS Y LIBRES con un dibujo en la mitad de Irenenomuerde exaltando la solidaridad femenina.
Debajo del puente se re–pintó QUE PAREN EL GENOCIDIO, pero esta vez intervenido con la presencia de múltiples personajes y símbolos. Entre las letras se asoman las imágenes de los cuerpos de quienes defienden el territorio como indígenas de la minga o personas de la primera línea; y más adelante, en los espacios vacíos podemos ver, amenazantes, símbolos de las fuerzas de muerte, representadas sobre todo por calaveras y cascos del ESMAD. A través de todo el mural se resalta cómo se van cruzando e intercambiando las manos y los estilos de artistas y colaboladores en un lienzo común donde cada uno pone lo suyo.
Fuerza viva del dibujo colectivo, así se ocupe de los temas más duros y trágicos.
Más adelante en el mismo muro, del otro lado del puente, con el letrero de VOVERÁN se hace homenaje a las víctimas del paro con retratos de algunos de los jóvenes que fueron víctimas mortales en los meses pasados: los nombres y retratos de Jose Emilzo Ambuila, Cristian Orozco, Marcelo Agredo, Lucas Villa, Cristian Moncayo todavía se pueden leer hoy. [Aunque hoy, unos días más tarde, fueron víctimas de nuevo y sus rostros fueron pintados de gris]
En la parte de arriba del puente, en un muro alto, marcado por dos aguas, un retrato enorme hace homenaje a FLEX – Nicolás Guerrero – quien hacía parte del colectivo grafitero, y cuya muerte por parte de la policía fue transmitida en un directo por redes sociales. FLEX – su firma – se reprodujo cientos de veces como evocación a su práctica de marcar los muros.
Otro homenaje a Flex, en colectivo – Bemva Bemva, Mesek, Broke 36, Crackodile 25, Nexso y FiloS – es un ejercicio experimental muy estimulador y potente. En el muro que viene del Hotel Estelar y sube hacia el puente, se va relatando una suerte de cómic abstracto y fantasía futurista de colores metalizados, donde cobran el protagonismo esquemas tipográficos que se mueven entre viñetas. A todo su rededor, unas cadenas que se van rompiendo nos hablan de una posible liberación.
Hacia el sur, por la paralela de la quinta de sur a norte, otro mural remite mediante distintos guiños al GUERNIKA de Picasso. Mezclando el humor y el horror, las distintas figuras, con distintos pulsos y distintos humores, se acomodaban sobre marcos creados por las letras de un texto que señalaba: SOMOS EL ARTE QUE CAMBIA.
La célebre pintura de Picasso, realizada como estandarte contra otra avanzada del fascismo –en ese caso de la derecha franquista española durante la guerra civil– resulta un muy buen referente para pensar el lugar desde el que se pintaban todos estos murales en Cali. En medio del horror y la masacre, un intento por armar unas figuras –en este caso de modo colectivo– que permitieran expresar lo que se estaba viviendo, hacer un llamamiento a la ciudadanía a acompañar, y elaborar un memorial de las víctimas en un momento crítico. Y todo en un tono festivo, incluso burlón. Un mural de Johan Samboní, ya muy cerca del puente peatonal, logró sintetizar mucho de lo que se estaba viviendo:
Una pantera rosa pinta el muro con colores mientras que su archi-enemigo bigotudo, de blanco y con pistola, intenta borrarlo todo.
Este combate por los muros hizo evidente la lucha que se vivía en la ciudad, en la que un grupo social se definió por su compromiso por la blancura. El blanco, tradicional símbolo de la paz, en este caso evidenció su complicidad con el sistema injusto. Lo blanco como la negación de los espacios de expresión, como silenciamiento de las voces críticas. Lo blanco como primacía de una «normalidad» injusta, una normalidad a la que se le fue haciendo imposible esconder toda las injusticias que cubría después de meses de cuarentena.
El BLANCO como bandera de quienes no quieren reconocer.
Y se renovó la discusión por el espacio público. ¿Quién decide qué se puede escribir –inscribir, dibujar– en el espacio público? ¿A quién pertenece? ¿Qué dinámicas obedece?
Grafiteras y muralistas tienen sus propias lógicas y dinámicas en movimiento. Que están todo el tiempo en tensión con las distintas voluntades y políticas que se manejan desde lo estatal (que en este caso se diferencia de lo público) y las iniciativas privadas, que aquí se mueven entre todo tipo de propuestas: tanto comerciales como de espíritu artístico y comunitario.
Podríamos mencionar los procesos de la Bienal de Muralismo, que lleva años interviniendo muros por toda la ciudad – desde lo privado pero con un apoyo fundamental del gobierno municipal – y ha buscado ser neutra y decorativa con productos permanentes. Se contrasta con las campañas de Graficalia, que directamente desde la administración pública ha intentado trabajar con pulsos más urbanos y críticos, elaborando los conflictos locales, pero buscando siempre producir mensajes positivos y complacientes. En todo caso, todos estos procesos han sido largos y complejos, y llenos de experiencias de interacción con las distintas comunidades y los múltiples espacios de la ciudad, que tienen mucho que enseñarnos sobre los distintos tipos de negociaciones, discusiones y colaboraciones que tienen lugar a la hora de trabajar en los muros comunes.
Por su parte, artistas urbanas, muralistas y grafiteros tienen sus códigos y reglas que asignan los muros a unos y a otros, que exigen que ciertos espacios se respeten, que permiten que otros sean apropiados. Donde en muchos de los casos la eficacia y potencia de las intervenciones muchas veces se basa justamente de pintar en espacios donde está explícitamente prohibido hacerlo.
Resulta muy significativo constatar que en la pintada de los muros de la quinta en julio se mantuvieran intactos tanto los murales ecológicos de los cactus de la esquina del parqueadero como el de los pájaros en frente, quizás como señal de respetar murales ya reconocidos en el entorno.
Quisiera destacar aquí procesos como los de Gráfica Mestiza, desde donde Yina Obando y Jesús Rodríguez han conseguido unir fuerzas de múltiples artistas urbanos para emprender proyectos colectivos como el Festival Borondo, potenciando la fuerza de lo popular en la gráfica. Su local, que cerró durante la pandemia – y el entorno que lo rodeaba en la Calle de la Escopeta, muy cerca de los murales de la quinta – fue por años un laboratorio de pintura colectiva que puede verse hoy como germen de mucho de lo que ha venido sucediendo desde entonces.
Este choque de fuerzas que tuvo lugar en el cruce de caminos de la quinta con cuarta da muy buena cuenta del rol crucial que tienen las paredes como lugar de creación común del espacio público, como lugar privilegiado para el arte, y como espacio privilegiado para comunicar. Como bien lo dice ISKRA en uno de sus esténciles:
LAS PAREDES SON NUESTROS MEDIOS
NO LO OLVIDES, PUEBLO
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La resistencia de La Linterna
Al interior de la gráfica en Cali, hay un movimiento que se ha destacado por la forma como ha renovado y revitalizado la técnica clásica de la impresión de carteles. Alrededor del taller de La Linterna se ha convocado todo un grupo de diseñadores y artistas, que trabajando de la mano con quienes por décadas produjeron en el taller, han conseguido activar de forma contemporánea la técnica del cartel.
Desde hace ya un buen tiempo se viene viendo en las calles de Cali carteles producidos en La Linterna donde se evidencia tanto la creatividad como una rebeldía que se ancla en una re-lectura de lo popular. Y el 28 de abril vimos, en el curso de las caminatas, cómo las calles se iban llenando con los carteles tipográficos que traían a Cali de nuevo el eslogan de los Black Panthers:
Acompañado de mucha de la gráfica que se ha venido produciendo en La Linterna: piezas de Erre, Dexpierte Colectivo, Dayana Obando, Guache, Conspiro Calavero, Iskra, Chezar Dubini, Stinkfish, Garavato, Sol López, Tonra, Xilotrópico, Wosnan, y muchos más artistas que han colaborado con los impresores del taller para producir obras que reavivan y renuevan formas de lo popular, sus luchas, resistencias y estrategias de re-existencia de las culturas.
Todo el proceso de los últimos años en La Linterna, donde lo que parecía ser una imprenta en quiebra se convirtió en un laboratorio de expresión y solidaridad popular, ha sido un ejemplo de cómo una transformación en los modos de producción puede hacer posible un cambio radical de un arte y una técnica. Todo cambió en 2017, en un momento en que parecía hacerse inminente su cierre por problemas económicos, cuando gracias a la solidaridad del colectivo de diseñadores de Cali, liderados por Casa Ternario, que en gran número se volcaron a La Linterna para producir series temáticas de carteles (rock, cine, salsa) bajo el lema «Salvemos La Linterna«, y con su venta solventaron el momento más duro y dieron comienzo al nuevo momento.
Para dar comienzo a una nueva época, quienes trabajaron por décadas en La Linterna: Olmedo Franco (Olmedo Master Printer), Héctor Otálvaro (Dahecivan) y Jaime García (Master Jaime Tigre), con el apoyo decidido de los gestores y diseñadores Patricia Prado y Fabián Villa, consiguieron que las máquinas de impresión tradicionales, que habían cuidado por décadas, pasaran ahora a ser de su propiedad; junto con los tipos móviles, los clichés, y los patrones de miles de diseños que habían realizado.
Los trabajadores pasaron a ser los dueños de los medios de producción y se generó un tipo de interacción nuevo con el colectivo de diseñadores.
El ambiente del lugar cambió radicalmente y el espacio – que se había visto entristecido por la dureza de una época que parecía declarar obsoleta la impresión analógica – se vio revitalizado por el interés de diseñadores y artistas por trabajar directamente con los materiales – tipos, planchas de linóleo, clichés, imprentas – en conversación cercana y productiva con los impresores.
Zé Carrillo ha sido uno de los diseñadores que con su trabajo en La Linterna ha ido ligando muy de cerca la investigación sobre la gráfica popular en Cali, las tipografías, los carteles, las distintas iconografías, con la exploración a través del diseño para crear nuevos íconos que expresen las tradiciones que están siendo re-vitalizadas hoy, como iconografías indígenas y religiosidades afro. El modo de acercarse a la investigación ha sido mediante la creación y la exploración de las técnicas de impresión: en particular los tipos móviles y el tallado en linóleo. Sus carteles dan muy buena cuenta del laboratorio que se ha hecho posible en La Linterna.
Y la práctica de la impresión, ligada a lo material, ha creado un espacio para la revisión de la potencia del mundo popular caleño.
Patricia y Fabián han movilizado muchos de los caminos de la gestión para transformar las estrategias comerciales de la imprenta y los modos de relación con quienes puedan tener la posibilidad de producir en La Linterna. Proyectos de residencia e invitaciones a quienes pueden hacer click con lo que allí sucede, quienes además colaboran trayendo sus técnicas gráficas y las maneras cómo éstas se conectan sus luchas.
El lugar se ha convertido en un entorno de fiesta donde se confunde la tienda, el taller y la sala de exposiciones, y siempre hay cerveza y música que vibra con el mismo ritmo de los carteles.
Quisiera destacar cómo este nuevo ambiente de La Linterna ha sido espacio para nuevas formas de la práctica femenina y feminista en la gráfica. Trabajos como los de Ximena Astudillo e Irenenomuerde dan un tono nuevo a las formas de solidaridad que se están gestando para combatir el patriarcado, sus abusos y violencias. La colaboración entre Patricia Prado y Erre en el marco del 8M de este año – en juntanza del frentegraficofeminista – es una serie muy clara de dar el grito de unión que se planta frente a la violencia contra las mujeres:
SI TOCAN A UNA RESPONDEMOS TODAS
En los últimos cuatro años, La Linterna dejó de ser un espacio de producir carteles por encargo para campañas publicitarias. Donde de todos modos hay que resaltar cómo la mayoría de esos eventos promocionados eran de carácter popular –en especial conciertos, fiestas y lugares de baile– y cómo en esa práctica se generó toda una estética con la que se identifica el pueblo caleño.
Por eso no debe sorprendernos que los carteles que han venido a cumplir un rol fundamental para definir el nuevo espíritu de La Linterna son los que se agrupan en series que parten de la identidad caleña, re-potenciando mucho de su espíritu original. Entre esas series, quizás la de mayor calado es la que elabora los motivos que tiene que ver con la salsa. Y resulta importante señalar cómo muchos de esos carteles son diseñados por los trabajadores históricos de La Linterna que allí nos dejan ver cómo desde siempre fueron artistas, expertos en la composición tipográfica y en el diseño para comunicar las ideas.
Esta serie de gráfica salsera deja ver los ritmos y las hibridaciones que se anclan en lo profundo de lo popular en Cali, que se las arregla siempre para ser a la vez combativo y festivo, y que lucha con la amenaza del encierro de su obsesión con lo mismo. Pero que como sucede con el ritmo, intenta hacer música de la repetición.
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El calor de Noís Radio
Noís Radio es una colectiva que salió durante el paro a abrir los micrófonos a la gente, llevando sus mesas de radio en vivo a los puntos de resistencia, y permitiendo a los participantes articular sus discursos, reflexiones, convicciones y dudas ante quienes podían detenerse a escuchar en medio de todo lo que estaba pasando. Al oír las grabaciones que comparten ahora en archive.org resulta iluminador ser testigo de la necesidad y la elocuencia de cada una de las invitadas e invitados al hablar frente a los micrófonos para articular, comunicar y expresar lo que pensaban, percibían y sentían; y a la vez, su capacidad de escuchar a las demás. Porque siempre se trataba de conversaciones.
El paro, en medio de la pandemia, rompiendo la cuarentena, permitió que la gente se encontrara de nuevo en la calle, y estas mesas de radio dan fe de la vitalidad de esos encuentros y de la alegría de encontrar socios en la revuelta.
Pero es importante recordar que se vivía una guerra, que muchos debían cuidar lo que decían, y que había fuerzas buscando censurar, silenciar o al menos reducir el volumen de lo que salía al público. Noís jugó un papel también en la lucha contra la censura en el ámbito digital, denunciando las políticas de silenciamiento, pidiendo acompañamiento a sus colegas internacionales, y posteriormente recogiendo información de violación de derechos humanos para presentar al informe del CIDH.
Noís Radio viene por años articulando y experimentando distintas prácticas radiofónicas desde lo popular que incluyen el trabajo con comunidades, la captación de paisajes sonoros, la puesta en escena de teatro–radio en ambientes artísticos, y el cuidado contra las violencias y la defensa de los derechos en el ámbito digital.
En su trabajo con comunidades ha sido fundamental la búsqueda por romper el esquema tradicional donde quienes tienen los medios son quienes registran o transmiten las voces de los demás. Y lo hacen al colaborar en la creación de nuevas radios, brindando las herramientas necesarias a quienes las requieren para potenciar nuevos colectivos comunicadores. Un ejemplo muy bello puede verse en la mesa que convocaron en Puerto Resistencia el 8 de mayo de la mano con el colectivo Radio Lila de la organización Lila Mujer del oriente de Cali.
La cuestión de la comunicación está candente hoy ante la decadencia total de los medios tradicionales. Y si bien los roles asignados en el pasado a los medios, lo jugaron principalmente las redes sociales, me interesa para este texto revisar el papel de Noís Radio para ver qué de la radio han venido cultivando para hacer renacer. En su trabajo se puede sentir de modo muy fuerte la emoción de lo colectivo, y la disposición clara de apertura y atención, y el lugar fundamental de la complicidad.
En los años que llevo siguiendo su trabajo, me ha costado entender Noís Radio y su relación con las audiencias, porque yo me acercaba con otra idea de la radio, que tiene que ver con la transmisión por ondas que viajan por el aire hacia miles de oyentes.
Y en distintas conversaciones con ellos les he cuestionado el hecho de que sus «transmisiones» por lo general lleguen a los pocos asistentes que pueden escuchar, en vivo y de forma presencial, a través de los parlantes. Sin embargo, lo que sucedía en las mesas de radio en los puntos de resistencia de alguna manera me ayuda a ir entendiéndolos mejor.
La radio como una suerte de fogata en medio de un ambiente frío.
Allí, a su rededor, se van juntando varios que se van turnando la voz y su compañía alimenta el fuego, y el fuego es la radio misma que va sumando a quienes les llega.
En este caso, en una peculiar inversión, siento que es Noís Radio la que se va sintonizando, se va poniendo a tono. No transmite, sino que escucha. Y esa necesidad que los llevó a arriesgarse, a salir de sus casas para ir a los espacios de lucha –allí dónde se planteaban los reclamos más urgentes– lo que va configurando un proyecto que sin duda tomará nuevas fuerzas después del paro.
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La Fuerza Hizo La Unión en Puerto Resistencia
Alrededor de Puerto Resistencia, un grupo de artistas –Laura Campaz, Johan Samboní y Gerson Vargas– se han venido reuniendo para poner en diálogo sus distintas propuestas y articular proyectos comunes.
Poco antes de que estallara el paro, el 4 de febrero de este año, realizaron en el Salón Comunal de Mariano Ramos la exposición «La Fuerza Hizo La Unión» que reunía proyectos de cada uno de los tres artistas donde exploraban distintas cuestiones anidadas alrededor de los barrios del oriente de Cali.
Laura Campaz exhibía unas fotos de pasajeros interior de las gualas, en particular familias afro, recreando la intimidad de ese espacio tradicional de transporte que marca la cotidianidad de los habitantes del Distrito. Gerson Vargas presentaba su proyecto Unión Popular, donde mediante dibujos relata y re–construye el proceso de creación del barrio por las comunidades migrantes del pacífico a partir del lugar fundamental que tuvo su abuela como líder barrial. Uno de sus dibujos se refería también a la guala: el rutero en el que uno de los ítems señalaba como parada el barrio: UNIÓN. Johan Samboní presentaba una serie más heterogénea de imágenes, dibujos y pinturas, apuntando a sus intereses de reflexión sobre el barrio. Entre ellas se destacaban las que apuntaban a procesos de re–significación: un CAI como «centro de re–significación abierta», una propuesta estación de banderas con las banderas de comunidades indígenas, feministas y de diversidades sexuales, y la realización un nuevo rutero para las gualas donde se reemplazar la tradicional para de Pto Rellena por Pto Resistencia.
Los tres artistas, durante el paro, se reunieron de nuevo para acompañar la movilización, en particular desde la realización de murales. Y cobra particular resonancia el proyecto que crece a partir de su exposición, y es la puesta en práctica, en colaboración con Wawuer, de cambiar los ruteros circulantes, buscando fijar en la memoria y en la práctica cotidiana el nombre de Puerto Resistencia. Realizar el proyecto implicó la gestión económica para poder producirlos que dio origen a un nuevo proyecto de memorabilia del paro, mediante distintos productos de «souvenir», muchos de ellos a partir de los diseños de los ruteros. Producirlos en su versión final, y convencer a los conductores de las gualas de utilizarlos, llevó la idea al plano de la realidad, apuntalando la densidad del proyecto de re-significación.
La exposición que hicieron es la primera de la que tengo noticia en los años recientes, en el contexto de quienes han estudiado en las escuelas de arte contemporáneo, que tiene lugar en el oriente de Cali. Y hacer la exposición allí les significó muchos retos, ya que los públicos locales no están acostumbrados ni les interesan eventos así. Por lo tanto, fue un ejercicio muy interesante para ellos pensar muy bien cómo convocar: con música, con talleres, volviéndolo un tipo de evento del barrio.
En la exposición se buscaban elaborar cuestiones fundamentales de la vida en la zona, de los procesos de lucha, y de las evidencias de las carencias y de la marginalidad. Pero sobre todo de los modos populares de solidaridad, de transformación, de construcción y apropiación.
Resulta muy lindo ver cómo el rutero encarna mucha de la esencia de esa exposición y de lo que allí se condensaba. Las fotos de Laura Campaz nos hablan de todos esos viajes cotidianos, de las formas de habitar la ciudad que implican esos largos e intrincados trayectos, de cómo estos recuerdan también las migraciones que trajeron muchas de esas familias a Cali desde el Pacífico (e incluso de la migración forzada originaria de África a América).
Estos trayectos, y la importancia de construir un lugar, un enclave, ese sitio que aparece denominado en la ruta, están explícitos en el proyecto de Gerson Vargas sobre el origen del barrio popular hecho a pulso por migrantes. Allí nos relata lo que implica construir un barrio, defender un espacio, unir las fuerzas para edificar, acceder a los servicios públicos. Y el título de su proyecto UNIÓN POPULAR, de la importancia del nombrar, recordando la fuerza de los términos que dan nombre al barrio Unión de Vivienda Popular.
Johan Samboní conecta estas reflexiones con la tradición del arte conceptual de pensar cómo se transmutan las cosas desde la forma en que son concebidas y nombradas, y en particular, con las estrategias conceptualistas latinoamericanas de re-significación simbólica para la acción política. Así como Antonio Caro hizo de su nombre un eslogan «Todo Está Muy Caro» para un cartel publicitario que se multiplicaría en las calles, en este caso se propuso que Pto. Resistencia entrara a circular en una pieza gráfica que se irá moviendo cotidianamente por la ciudad: el rutero que señala el recorrido de los jeepetos por la ciudad.
Dando un giro a las inserciones en los circuitos ideológicos como la que propuso Cildo Meireles con sus mensajes inscritos en las botellas de Coca–Cola, aquí se inserta la resistencia de modo «silencioso» en el día a día de los caleños, pero lo hace para quedarse. Considero que este rutero le da un giro a la cuestión de los monumentos que llena los espacios de debate hoy. El punto no es tanto qué nuevo totem se erige, sino desde dónde se piensa la ciudad, qué la articula, cómo se concibe, cómo se re–significa.
Cali es una ciudad que siempre ha sido «pensada» y «dirigida» desde el oeste de la ciudad, con todos los espacios institucionales –políticos, económicos y culturales– en ese sector. Desde allí se concibió un sistema centralizado de transporte MIO que no ha sido capaz de entender los meandros de una ciudad hecha a partir de «invasiones» que los jeepetos y motorratones recorren tan bien. Un MIO que borró de tajo toda una tradición de gráfica popular de las rutas tradicionales. La crisis económica y de reconocimiento por parte de los usuarios del «MIO» nos habla de esta ciudad que ha sido incapaz de integrar a sus habitantes.
Al mismo tiempo, en Puerto Resistencia se erigió un nuevo monumento que marca de manera clásica el lugar, un puño levantado, que en su estructura repite la estructura viril del monumento tradicional. Ese monumento es el memento perfecto del combate físico y del choque de fuerzas en los que los primera línea tuvieron que poner el pecho para parar la inercia de un sistema inconsciente. Un puño que confronta y enfrenta, y que anuncia el camino de tantos otros procesos de imposición y resistencia.
El rutero que señala el cambio de nombre anuncia otras formas, otros modos de transformación.
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El Ataque del Presente contra el Resto de los Tiempos
En febrero me dolió no poder asistir a la exposición en Mariano Ramos, porque justo el único día que estaba abierta yo estaba terminando el montaje de una exposición en La Tertulia. Y para ahondar la contradicción, en la exposición que estaba montando hacían parte obras de dos de los artistas que exhibían ese día en el otro lado de la ciudad: Campaz y Samboní. Pero el tiempo estaba muy justo, tenía que precisar muchos detalles, y me tocaba trabajar continuo y hasta tarde para poder inaugurar al otro día como habíamos anunciado.
En esa exposición, «El Ataque del Presente contra el Resto de los Tiempos«, yo había buscado recoger algo del espíritu de los tiempos signados por la pandemia: esa sensación de que la epidemia venía a agudizar las contradicciones de la época que vivimos, agudizando las injusticias sociales, a la vez que la lógica policial y dictatorial de la cuarentena trastornaba el flujo tradicional del tiempo y los modos en que es administrado por parte de instituciones e infraestructuras tecnológicas.
La exposición se armaba poniendo en contrapunto las dos salas del edificio fundacional: una donde el enorme Mamut de Juan Mejía estaba en diálogo con el proyecto sobre el fin de las cosas del Colectivo Monómero (Dayana Camacho y Johan Samboní) –en particular un amenazante meteorito pintado como mural– y otra donde una pequeña maqueta de Sebastián de Belalcázar derribado (en su versión de Popayán), obra la artista de Claudia Patricia Sarria, estaba en diálogo con piezas de Laura Campaz sobre la resistencia afro que resignificaban imágenes de los procesos de las comunidades negras en Estados Unidos en cruce con iconografías de las religiosidades afro-antillanas.
Con la maqueta del monumento derribado, Claudia Sarria proponía una solución a la discusión que venimos a tener recurrentemente después del 28 de abril en Cali. Esa pequeña pieza de plastilina buscaba sugerir que la mejor solución ante la pregunta por lo qué debemos hacer con estos monumentos tumbados era la de dejar en su mismo lugar la escultura pero derribada, manteniendo las huellas de sus alteraciones –sus heridas– al caer. Estos nuevos monumentos caídos «preservarían» los elementos de las esculturas «patrimoniales» a la vez que potenciarían la re-significación dada por la acción de tumbarlos. Y señalarían el que vendría a ser el elemento fundamental ahora: su caída.
El Mamut de Juan Mejía a mí me hablaba de la extinción de una especie, de lo que podría ser el fin de una era, de hacer una escenografía de un pasado clausurado, de pensar que un tiempo puede ter su fin. Para Juan era una forma de hablar de las instituciones, de esos «elefantes blancos» condenados a la lentitud y la incapacidad de responder a su tiempo. Es más, jugaba con las letras: M.A.M.U.T vendría a ser la sigla de Museo de Arte y Memoria Universidad y Trabajo, un guiño a los MAMBO, MAMM –Museos de Arte Moderno de Bogotá y Medellín– y el nuevo MAMU –Museo de Arte Miguel Urrutia– del Banco de la República y claro, a La Tertulia también.
En tensión con su propuesta, el proyecto de Monómero nos hablaba de lo efímero de toda la producción actual a través de una investigación sobre la multiplicidad de figuras de plástico que llenan el mercado para convertirse rápidamente en basura. Ellos recrean, al pintarlas sobre lienzo, distintas figuras icónicas – monstruos y animales míticos – que contrastan lo efímero de los productos contemporáneos con lo intemporal de los arquetipos que representan.
La conciencia de Monómero de la lógica de la aceleración de la economía del desecho los llevó irremediablemente a asomarse a lógica apocalíptica, omnipresente en la ficción contemporánea, en particular en el cine. Cuando esa idea de la catástrofe está cada vez más presente en la sensibilidad común, ante la dinámica cada vez más perversa del neoliberalismo, y las evidencias cada vez más irrefutables de los efectos perversos del calentamiento global. Y esa evolución de su reflexión se concreta en la sala en forma de un enorme meteorito de plástico que amenaza al Mamut desde su cielo anaranjado.
El fin está cerca.
A su vez, en la sala del Belalcázar caído, en uno de collages, Laura Campaz presentaba en un enorme pendón la imagen de un joven afronorteamericano sentado en actitud desafiante, con el puño arriba, sobre la cabeza escultura de un ícono blanco, barbudo y enorme. En la imagen, unas flechas en unas fuertes diagonales hacia abajo signaban la caída, mientras que un gran círculo amarillo alrededor del joven anunciaba un nuevo amanecer.
Ese contrapunto quería traer al espacio algo de este tiempo vivido desde el asesinato de George Floyd –el 25 de mayo de 2020 por parte la policía en Minneaopolis– cuando el lema LAS VIDAS NEGRAS IMPORTAN retumbó en el mundo ante el incontestable testimonio de la brutalidad policial, que además hacía patente una sociedad en la que hay unas vidas que valen menos, unas ciudades como Cali que han mantenido un racismo estructural que sigue sometiendo a una parte de la población a condiciones de vida intolerables.
En Minneapolis se llenaron las calles de una población furiosa e indignada, ardieron muchos establecimientos, y se exigió justicia.
Y dio origen, alrededor del mundo, a la serie de derribamientos de las esculturas del establecimiento colonial, donde en cada caso se renovaba la potencia simbólica del señalamiento.
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La parálisis del Museo La Tertulia
Ver lo que sucedía con el arte, lo que hacían los artistas en la calle, desde mi lugar como curador del Museo me confrontaba de muchas maneras. Era muy fuerte ver lo que hacían los artistas de la gráfica, lo que sucedía en los muros, lo que movían en Puerto Resistencia los propios artistas que en ese momento exhibían en el Museo.
¿Cómo podría el Museo responder (co-rresponder)?
Sin embargo, desde muy pronto –esa primera semana de mayo– recibimos desde la Junta Directiva un mensaje que marcaría lo que vendría después. Ante un post de Instagram difundiendo la película Pizarro –dirigida por Simón Hernández sobre el líder del M–19–, nos llegó desde alguno miembros de la Junta la exigencia de borrarlo. Como equipo nos defendimos ante la censura y lo mantuvimos, pero quedó claro que no teníamos libertad de expresarnos en las redes. Y que incluso una película, ejemplar de lo que han sido los proceso de paz en Colombia, podría considerarse un elemento peligroso para las directivas.
Al día siguiente, en el momento de redactar un comunicado por parte del Museo, análogo a los que tantas instituciones publicaron esos primeros días de mayo llamando la atención sobre lo que sucedía en Colombia y pidiendo auxilio, en la discusión de equipo no nos permitieron consignar la exigencia de respetar los derechos humanos.
¿En qué momento exigir el respeto de los derechos humanos se convirtió en algo subversivo?
En Cali se estaban matando los jóvenes en las calles, y desde el Museo –un lugar desde el cual los derechos humanos y los proyectos de memoria del conflicto han ocupado un lugar primordial en los últimos años– no se permitía al equipo manifestarse para exigirlos.
Por otro lado, en las redes de la comunidad de trabajadores de la cultura en Colombia se avivaba el debate sobre los monumentos, y yo pensaba cómo debía plantear mi posición. Sin embargo, como curador del Museo no podía firmar los comunicados públicos que defendían el derecho del pueblo Misak de derribar esas marcas de la lógica colonial del territorio.
Ante la impotencia de actuar desde el museo, decidí escribir, a modo de grito ahogado, un texto en el que intenté articular lo que estaba sucediendo en Cali y publicarlo de modo independiente en el portal 070: ¿Por que el paro 28A tiene su centro en Cali?. No podía hacerlo en la página del museo, y desde las redes del mismo no se compartió.
Ya algo se había roto.
Pero el paro seguía, y la violencia del Estado arreciaba en la ciudad. Para el sábado 8 de mayo distintas colectividades de la ciudad, encabezadas por Francia Márquez, lideraron una manifestación en Cali, con dos rutas, desde Calipso y Siloé hacia Puerto Resistencia, para exigir el respeto a las vidas de los jóvenes insurrectos. En el punto de encuentro fuimos conmovidos por la tremenda potencia de las organizaciones de las mujeres negras en el oriente de Cali, y su emocionado diálogo con el acompañamiento solidario de la Minga indígena.
Recordé cómo Francia Márquez había estado en el Museo para conversar sobre proyectos posibles comunes, muchos nos tomamos la foto con ella ante la señal de un cambio de tiempos del afiche de la exposición del Ataque. También me vino a la memoria cuando mujeres del oriente, como Vicenta Moreno de la Casa del Chontaduro, fueron la voz cantante en la mesa de radio en vivo «Somos agua en el agua» que se realizó con Noís Radio en el Instituto de Bellas Artes en el marco de Carretera al mar. Proyecto que se realizó en llave con el Instituto Goethe en 2018 – quizás el proyecto más ambicioso en el que pude hacer parte desde La Tertulia.
Carretera al mar consistió en una serie de acciones que apuntaban justamente a señalar a las injusticias que se hicieron patentes con el Paro de Buenaventura de 2017, un trabajo mancomunado y transdisciplinario para movernos, conmovernos, cuestionarnos, y pensar el lugar en que vivimos: el racismo estructural que permea Cali–Buenaventura y toda la región que se articula alrededor del eje que configuran.
Ante todo lo que estaba sucediendo en Cali durante esos primeros días de mayo, no podíamos quedarnos quietos en el museo de la ciudad.
No podíamos contradecir lo que veníamos haciendo y dar la espalda a quienes nos acompañaron antes. Así que para la segunda semana de mayo planteamos distintas acciones y conversaciones. Espacios de interacción y costura en los puntos de resistencia. Y espacios de discusión para las redes sociales.
En todo caso, en la reunión que tuvimos es lunes de la segunda semana de mayo, yo señalé que no podíamos actuar sin un marco claro, sin escribir bien ese comunicado que no supimos hacer la semana anterior. Yo no iba a involucrar a colegas que estaban moviéndose en el paro, si no podía –desde el museo– manifestar lo que pensaba. Y redactamos un texto, a muchas manos, entre los distintos colaboradores del equipo, que hacía explícito lo que queríamos defender. Quedaba claro que exigíamos el respeto de los derechos humanos, que reconocíamos el contexto de injusticia social que había llevado al paro, y que cuestionábamos los abusos de la fuerza pública. Era lo mínimo.
El comunicado no fue aceptado, así que debí renunciar. Eso sí, no sabría hasta qué día trabajaría y cómo sería trabajar en el museo en esas condiciones.
De todos modos, ese viernes tendría lugar la charla que habíamos planteado: un paralelo entre la ciudad de 1971 y la del 2021; un espacio para poner en conversación lo que aprendimos en la que fue quizás la exposición eje durante todo mi periodo en La Tertulia, «Cali 71 Ciudad de América«, con el momento actual. Invitamos conversar a Katia González, con quien curamos de la exposición y experta en las relaciones entre arte y política en Cali en los años 70 y 80; a Indira Gironza, comunicadora de Univalle que había realizado un documental sobre «La rebelión de los estudiantes» en el 71 y cuya investigación fue crucial para la muestra; y a Mauri Balanta Jaramillo, realizadora audiovisual queer y gestora cultural de la Casa El Chontaduro.
Para la invitación pública de ese evento, con colegas del equipo, propusimos poner en Instagram una galería de imágenes que hicieran paralelo entre lo que se vivía hoy y lo que se vivió en el 71 y que exhibimos en la exposición. En paralelo con la imagen que encabezó la muestra –una reproducción enorme de una marcha de protesta, fotografía de Eduardo Carvajal en el contexto de una película de Luis Ospina de la época– propusimos una fotografía de los jóvenes primera línea de Puerto Resistencia sobre un conteiner. Y en contraste con los cientos de periódicos que hilaban la exposición sobre los muros, en particular los publicados en febrero –cuando tuvieron lugar las movilizaciones y la represión del estado– publicamos una imagen del periódico Quiubo con las fotos y los nombres de los jóvenes caleños muertos en los primeros días del paro.
Esa publicación fue la gota que rebasó la copa, y desde la dirección me señalaron que ya no trabajaba más en el museo. Que no debía colaborar, ni dar más instrucciones a mis colegas. Así que si bien renuncié, siento ahora que fui despedido también.
Resulta muy fuerte que tuviéramos toda la libertad que tuvimos para elaborar los temas del pasado y que careciéramos completamente de la misma para hablar del presente.
Es muy significativo el hecho de que se pudiera celebrar como se celebraba la rebeldía de los años 70, pero que no se pudieran presentar documentos de la rebeldía actual. Y es muy perturbador lo que se evidenció con el contraste de la prensa de los dos momentos. Porque es brutal. En los 70, por conservadores que fueran El País y Occidente, allí se denunciaron los crímenes del estado, se dieron los nombres de los estudiantes muertos y sus perfiles. Y se presentó una visión crítica de la ciudad. Nada más lejano de lo que se puede ver hoy, cuando El País es completamente sesgado y acrítico. ¿Pueden creer que El País no mencionó siquiera la gran manifestación que había tenido lugar el 8 de mayo? Y que El País unió banda con todo el sector de la sociedad caleña que se vistió de blanco para omitir toda crítica a la fuerza pública y dedicarse a defender exclusivamente sus propios derechos.
Resulta significativo que fuera el Quiubo, desde la prensa sensacionalista, el medio que diera nombre y rostro a los jóvenes muertos. Y entre los impresos, sólo ese medio vendría a hacer paralelo hoy a los medios del siglo pasado.
La conversación que tuvo lugar entre Katia, Indira y Mauri fue muy potente, señalaron cuestiones cruciales, brindaron un contexto amplio que dio muchas luces para entender el momento y como se conectaba con la historia de la ciudad. El publico lo agradeció con muchos comentarios en vivo durante la conversación.
Desde ese momento no volví a trabajar en el Museo La Tertulia, y sobre el equipo del museo quedó esa amenaza constante de censura por parte de la Junta Directiva.
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La memoria ágil y viva del Museo Popular de Siloé
La otra acción que se tenía pensada para esa semana era una conversación con el Museo de Siloé. Ya que otro de los momentos más significativos de mi paso por La Tertulia fue la «Joint Venture» con el Museo Popular de Siloé, intercambio tremendamente enriquecedor para las dos instituciones que nos marcó a muchos. Por eso, cuando la violencia arreció sobre Siloé, me acerqué a David Gómez, director del museo, para preguntarle cómo podríamos colaborar. Y él me señaló que lo mejor sería buscar alguna manera de re-avivar la conversación y él mismo planteó el tema: «Arte y resistencia». Pero yo no iba a conversar con David, si desde La Tertulia no se establecía una posición clara frente a lo que estaba sucediendo. Y no fue posible.
Lo que se ha venido haciendo desde hace más de una década en el Museo de Siloé es un ejemplo muy significativo de lo que puede ser otro tipo de museos, otra forma de relacionarse con los públicos y las colecciones, con la actualidad y la memoria.
El Museo Popular de Siloé acumula todo tipo de objetos que tienen que ver con la historia del barrio, documentos históricos como la barra de metal de las armas derretidas del M19 junto a piezas de artesanía que quieren recordar a los visitantes el pasado indígena, y objetos arquetípicos de las culturas africanas que fueron esclavizadas. Elementos que evocan las minas que dieron origen a las migraciones que configuraron el poblamiento en las faldas de la montaña junto a cientos de cámaras y zapatos que pueden recordar miradas o caminatas de las que ya nunca conoceremos los detalles.
Visitar el Museo Popular de Siloé es dejarse guiar por David en una caminata por el barrio. En su propuesta queda muy claro como lo importante es el barrio y su relación con la memoria. Al llegar a la casa-museo podemos ver cómo David sigue buscando siempre recoger mementos claves, es un trabajo que nunca para. Una de sus nuevas adquisiciones, por ejemplo, es uno de los tarros de pintura gris con los que se intentó silenciar las voces críticas en los puentes de la quinta. Quizás sólo alguien cómo David se dio cuenta de lo importante que podía ser conservar ese objeto y la historia de ignominia que viene a recordar.
En los días que vinieron poco después tuvo lugar un momento crucial en la historia del Museo Popular de Siloé: se lanzó publicamente, en un encuentro con los vecinos, el libro de fotografías Siloé resiste a través del tiempo, que realizaron en colaboración Andreas Hetzer, Ani Diesselman, David Gómez, Isabella Albán y Sara Solarte. En medio de todo el dolor por lo sucedido esos días en el barrio, la resistencia se celebraba en este documento común. Allí se reúnen cientos de fotografías, producto de la investigación de archivo y de visitar las casas de los vecinos, donde se recogen muchos de los momentos de su historia, y se destaca el hecho de que cada imagen viene acompañada de un texto contado por quienes aparecen ahí o por quien la tomó. Y todas van relatando cómo vecinas y vecinos fueron venciendo día a día las adversidades, las solidaridades que se iban generando, el arduo proceso de construcción comunitaria.
Porque ese es un elemento crucial que articula todo el Museo Popular de Siloé: el hecho de que cada pieza viene atada a un relato, a un recuerdo, a una historia que se quiere contar, y que es una razón para luchar, una fuerza del pasado que exige un cambio en el futuro. Todo está allí para consignar un siglo de batallas, un contexto general de injusticia y desigualdad, pero siempre desde un discurso que busca hallar allí motores que lleven a enfrentar el presente de otras maneras.
David Gómez acompañó a los vecinos durante todo el paro, viendo cómo podía colaborar y cómo podía registrar lo que sucedía, En el museo podemos encontrar ahora un escudo de la primera línea, balas que quedaron en el suelo, testimonios sobre los jóvenes muertos. Pude grabar una hermosa entrevista que le hizo Jeremy, un estudiante del colegio La Fontaine, a David a propósito del paro, en un evento que se hizo en el colegio en el marco de unos de los días más duros que se vivían en el barrio.
Una buena forma de dar idea de cómo se asume la memoria desde el Museo de Siloé es la propuesta de David Gómez para el memorial de Daniel Stiven Sánchez. Daniel fue encontrado calcinado en el Dollar City, que fue quemado junto a la glorieta de Siloé durante las revueltas de finales de mayo. Una víctima trágica cuya historia apenas ha sido contada y donde la versión de las autoridades oficiales no concuerda con lo que saben en su familia.
Para recordarlo, David ha propuesto que el lote que correspondía al Dollar City se convierta en un centro cultural y espacio de memoria y que lleve el nombre del joven asesinado. Ya se han realizado distintos eventos en el lugar, donde se recordaron las distintas víctimas del barrio, y se intervinieron las paredes con distintas acciones de duelo y reflexión. Y se marcó desde ya el lugar con un letrero que dice:
Centro Cultural Daniel Stiven Sánchez.
Exigir a la ciudad una infraestructura para las necesidades importantes del barrio, y que esta misma haga memoria de lo que ha sucedido, es justo lo que muchos hemos extrañado de las discusiones durante el paro. ¿Quiénes han planteado y defendido las exigencias de la población?
¿Dónde se da el debate sobre lo que requiere y exige la ciudad?
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Hacia un nuevo futuro
Al revisar lo que sucedió en el Museo La Tertulia, y contrastándolo con lo que se ha venido gestando en la ciudad, siento que es muy significativo del clima general.
Considero que en los últimos años pudimos abrir el Museo a muchos espacios, voces, públicos y temas que no se habían tocado antes. Con seguridad nos faltó muchísimo. Y quizás haya cuestiones que desde instituciones como un museo oficial, y desde prácticas como el arte, no sea posible. Eso es algo que quisiera seguir pensando.
Pero sin duda hubo algo que no hicimos, que fue cuestionar la estructura organizativa, y sobre todo la Junta Directiva. La Junta que rige el Museo está alejada de la ciudad real, no entiende el rol contemporáneo de la cultura y no es representativa de la diversidad que se hizo manifiesta en el paro; no fue capaz de solidarizarse con quienes se manifestaban en sus demandas, ni con las víctimas en su tragedia.
Habría que ver si esa Junta puede cambiar, y si se pudieran plantear otras formas de relación al interior del equipo. Sin duda, lo sucedido en La Linterna es un ejemplo brillante de cómo el cambio en las estructuras de una empresa puede generar toda una transformación en las formas de trabajo y de relación con los demás.
Ahora, en la ciudad, es muy fuerte la sensación de incertidumbre: de esperanza y de pánico.
Hace poco estuve en una presentación de Noís Radio en la Loma de la Dignidad, una mesa de radio en vivo donde las mujeres del colectivo, acompañadas de amigas, y en llave con otras colegas de Medellín, leyeron una cronología del paro. Cuando comenzó, yo me sentí un poco abrumado, pensé que ahora no quería seguir dándole vueltas a lo que había sucedido en los duros meses recientes.
Pero poco a poco le fui viendo sentido. Me emocionó la complicidad con los líderes que habían movilizado el paro en la Loma de la dignidad y con los organizadores del bazar de resistencia que le daban marco al evento. Y fue muy fuerte ver cómo un participante de la misión médica tomaba el micrófono para contarnos los horrores de los que fue testigo.
Me di cuenta de cómo sin duda ahora estamos aturdidos. Pero lo que pasó no fue sólo un golpe o algo pasajero, fue algo muy hondo.
Y fue profundo, justamente, porque respondía al contexto de injusticia radical con acciones, movimientos, organizaciones que vienen juntándose desde hace tiempo, a reivindicaciones que vienen madurando desde el trabajo colectivo. Y dónde es muy interesante y ejemplar los modos en los que se reactiva lo popular, las formas en que conecta con los ritmos y tradiciones que atraviesan a muchos, como la música y la gráfica.
Aquí el debate cultural que se está jugando es de fondo, y apunta a claves importantes para una renovación de la política donde hay muchos elementos para que el pueblo ocupe el lugar que le corresponde en la democracia.
En Cali hay una fuerza popular con gran capacidad de movilización, de solidaridad y de expresión, que exige ser escuchada, y que va encontrando las maneras de trastornar –y transformar– la injusta normalidad que se ha impuesto.
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NOTA
Texto dedicado a mi papá, Jesús Martín Barbero, quien falleció en Cali durante estos duros meses del paro.
A propósito de lo popular en Cali, quisiera reconocer la influencia de la tensión entre el pensamiento de mi padre con los textos y curadurías de Éricka Flórez.
Agradezco las entrevistas detalladas con Maria Juliana Soto y Johan Samboní, y el diálogo–correspondencia todo este tiempo con David Gómez.
Y, muy especialmente, la continua conversación seria y emocionante con Laura Puerta.
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