Retratos de un mar de mentiras: la tierra y la memoria
Por Manuel Silva Rodriguez
Profesor de la Escuela de Comunicación Social*
Universidad del Valle
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]INVESTIGACIÓN[/textmarker]
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Retratos en un mar de mentiras aborda varios de los problemas sociales e históricos irresueltos en nuestro país: el de la propiedad (i)legítima de la tierra, el de su hurto sistemático y el de sus secuelas sociales y personales. Desde una de sus primeras secuencias la película muestra un terreno erosionado y un territorio marginal en los que Marina, la joven protagonista, se mueve con dificultad. En lo que actúa como síntesis del título, vemos un mar dibujado en un telón, un trampantojo que simula un espacio y una atmósfera de fantasía anhelados por mujeres de aquel barrio marginal y que es explotado por Jairo, el fotógrafo primo de Marina. De esta manera, la película expone desde su comienzo los dos extremos que componen su ámbito narrativo: el contraste entre, por una parte, una vida urbana relegada a los márgenes de la ciudad, experimentada por Marina en un silencio turbador y por Jairo como una versión contemporánea del pícaro nacional; y, por otra parte, en el simulacro que se mezcla con evocaciones de imágenes históricas asociadas a un tiempo y a un lugar deseados. Sin embargo, y este es el punto que conecta los dos extremos y que revela la fuerza y la pertinencia de la película para fijar una representación del presente, en un tercer momento se presenta un abuelo atormentado, alcoholizado y delirante, para quien las imágenes no aluden a un deseo de lo desconocido, a un paraíso turístico, sino a una evocación de lo que le fue expropiado violentamente.
Con estas estrategias narrativas la película centra la atención en un problema atávico e irresuelto de nuestra sociedad, acentuado por más de medio siglo de conflicto. Retratos en un mar de mentiras consigue poner en imágenes aspectos de lo que, en un libro reciente sobre la historia del conflicto en Colombia, explica Marco Palacios: “basta mencionar que los colombianos desplazados desde 1980 suman entre 3.500.000 y 5.200.000. Dos efectos sociales han sido [de esto]: el agravamiento de la pobreza, de un lado y, del otro, el robo armado y organizado de tierras campesinas en uno de los países que desde hace décadas adolece de una de las mayores concentraciones de la propiedad agraria en el mundo” [2012: 25]. A mi juicio, el mérito de la película radica en varios factores. Por un lado, en que representa con crudeza el robo sistemático de tierras y los consecuentes desarraigo y marginación de los habitantes del campo. Y, por otro, en que interroga sobre las huellas que el despojo imprime en la memoria individual y colectiva y sobre los obstáculos que la sociedad debe enfrentar para tratar de reparar a las víctimas y para generar, si llegara a haber un momento de postconflicto, unas condiciones en las que sea posible la convivencia entre los sobrevivientes y sus herederos.
La propiedad de la tierra vista como problema se plantea, en principio, alrededor de la dualidad vida urbana y vida rural. No obstante, la película no se agota en contrastar estas dos formas de vida, sino que indaga, siguiendo un modelo narrativo y explicativo de causa-efecto, en las razones que las unen. Ahora bien, en este punto la memoria también cobra valor como recurso narrativo y como dimensión temática del filme. La memoria de Marina, que es su cuerpo, su rostro y que se desempeña como conciencia narrativa, nos transporta constantemente entre lo actual y lo pretérito, configurando así la representación de un continuum histórico en el que lo presente también es el pasado.
La relación presente-pasado se expone en la película de distintas maneras. Decir que el problema de la tierra no se agota en mostrar una dualidad entre lo urbano y lo rural se puede explicar por el elemento común a ambas esferas, verificable tanto en el presente como en el pasado de la protagonista. La película señala directamente a la actuación del Estado. O a su falta de actuación. La concepción moderna del Estado, inspirada en el modelo del Leviatán de Hobbes, lo entiende como una entidad suprema establecida y reconocida por los asociados con el fin de regular las relaciones entre los individuos y de protegerlos de ellos mismos. Según la tesis sociológica, en desarrollo de esta regulación el Estado detentaría el monopolio de la violencia y de las armas. Así, a la casa del abuelo y de Marina en Bogotá, levantada al borde de un precipicio en el terreno escarpado que vemos en los primeros momentos de la película, llega la autoridad gubernamental a advertir del riesgo que corren por la inminencia de un deslizamiento. Pero el abuelo no reconoce tal autoridad. Además, ¿a dónde ir? El contraste de esa situación presente y su conexión con el pasado y con el futuro se aprecian cuando, a través de sus evocaciones y de lo que sucede más adelante, Marina recuerda cómo su familia fue despojada de la finca donde vivían y trabajaban y de lo que vemos cuando ella y su primo van hasta un pueblo junto al mar a reclamar las tierras que les pertenecen. En los momentos del arrebato de la tierra, ¿dónde estaba el Estado para protegerlos? ¿Sí había Estado? ¿O había otra cosa en su lugar?
La pérdida del lugar, su búsqueda, la lucha por encontrarlo o recuperarlo, devienen entonces como motores del relato. La casa construida al borde del abismo, como era de esperarse, se derrumba con la lluvia. En el desastre, el abuelo perece confundiendo en su delirio la violencia de los paramilitares que lo expulsaron de su finca con la fuerza del cerro erosionado que lo arroja de su ladera. La pérdida de la casa en la ciudad, aunque apenas es una sombra desfigurada de la otra, será una especie de réplica de la destrucción de la casa del campo. Las imágenes de la extinción de las casas comunican un fatalismo a caballo entre el determinismo y el mito. A partir de ahí la tarea de hallar un lugar se transfiere de los mayores a los más jóvenes. Es decir, esta es la herencia de una generación a otra, esta es otra forma del pasado estar en el presente: los conflictos irresueltos, la ausencia de lugar, la tarea de encontrarlo, la imposibilidad de alcanzarlo. Y es en este momento en el que, en una de las estrategias retóricas que dotan de sentido a la película y que transgrede su realismo inicial, el pasado se hace literalmente presente. En efecto, con la inclusión de imágenes simbólicas los vivos y los muertos se cruzan y constituyen otro nivel de la representación. Es un nivel en el que, como en un círculo de la Divina Comedia o en el Comala de Pedro Páramo, la vida y la muerte, el presente y el pasado, se confunden en una espiral melancólica: desde su ataúd el abuelo de Marina la interpela encomendándole que salvaguarde su legado, su memoria.
Esa es la labor que Marina y su primo emprenden tras la desaparición del abuelo. Inician un viaje en un destartalado Renault 4, que parece rodar más por razones de fe que por sus condiciones materiales. De suerte que el viaje sirve para que la cámara celebre la geografía del país, para apuntar algunos lugares comunes sobre la magnificencia de su naturaleza y para retratar el desarrollo de la guerra. Al mismo tiempo, es útil para que a través de su memoria Marina reconstruya dosificadamente el pasado y para que su dicharachero primo, que pone las notas pintorescas de la trama, al riesgo de excederse dé salida a la picaresca y con cierta complacencia se gane la sonrisa del público. De esta manera, el dispositivo de la película de carretera es apropiado para conectar la ciudad con el campo, el hoy con el ayer, a los protagonistas del relato entre sí y con protagonistas de otras historias del conflicto. Las imágenes hacen tránsito de un círculo del desastre a otro y desvelan cómo, en su vuelta hacia atrás, Marina funde en uno solo el grito del presente y el del pasado, el grito desatado por la barbarie que le quitó el habla y la sonrisa.
Ahora bien, en la película encuentro una figura que puede ser leída de manera problemática en lo que voy a llamar, apropiándome de un término de Proust, el modelo del tiempo recobrado. Lo problemático no lo sitúo en el proceso de recuperación del tiempo, lo cual, como diría Ricoeur, es el trabajo de rememorar. Lo aprecio en un aspecto inicial del contenido fijado en la memoria, de un recuerdo hecho imagen. En el modelo de Proust el pasado adviene al presente desde un presente último que sólo se revela explícitamente al final del extenso relato. Esto es, cuando sobre el final de la novela el Marcel adulto explicita su poética de la memoria. Lo que conocemos en el principio son los recuerdos de un niño precipitados por un estímulo exterior que lo devuelve hacia el pasado y lo compromete en la tarea de recuperar el tiempo perdido. En esa evocación la infancia y el hogar materno quedan en la memoria del niño como una experiencia idealizada. La labor de recuperar el tiempo ido se convierte entonces en la tarea de volver a un paraíso perdido, de restaurar un estado confortable.
Contra la tradición de representar el pasado como un lugar idílico, la filosofía política y la sociología recientes han llamado la atención sobre el elemento mítico y utópico que subyace a esta representación. La comunidad perdida, que sería restaurada presuntamente en formaciones sociales como la familia o la aldea, antes que una realidad histórica parece ser un deseo proyectado desde nuestra conciencia moderna en algunas formaciones sociales. Se plantea, por lo tanto, la pregunta sobre si en Retratos en un mar de mentiras se propone esta imagen de la comunidad perdida y, en consecuencia, el reto de recuperarla.
En una primera aproximación la respuesta podría ser afirmativa. Ese sería el sentido último del viaje de retorno que Marina y su primo Jairo emprenden hasta La Ceiba. Ellos buscarían recuperar una armonía truncada por la violencia. La evocación de Marina comienza con momentos de felicidad. En ese punto el contraste entre su desamparado presente y la calidez de su infancia es evidente. Se entiende el valor que se atribuye a lo que vivió en el campo y la decisión de retornar. No obstante, a medida que Marina y Jairo avanzan y se acercan al pueblo el lugar se va transformado en otra cosa, tanto en los recuerdos de ella como en las circunstancias que encuentran. El presunto paraíso se va desdibujando. La luminosidad de las imágenes del pasado se eclipsa. El mar de los retratos va revelando el sentido de su mentira. En oposición al entusiasmo de Jairo, que anhela el mar y se alegra por retornar a reclamar la tierra, se superponen los recuerdos de Marina, en los que el lugar ha dejado de ser un hogar cálido que se puede recuperar. Ahora ella ve el mar con otros ojos, de otro color. Cabe preguntarse: ¿sí hubo tal paraíso? ¿O nunca lo hubo?
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Ya que en principio se podría pensar que Retratos en un mar de mentiras responde que sí, caería sobre el filme el manto de la idealización. No obstante, por la dialéctica que estructura la película no se puede dejar de observar que ese presunto paraíso es endeble, volátil. En efecto, las evocaciones de Marina desvelan que el ambiente de calidez que impregnó un pasaje de su infancia se fundaba en la distancia de esa tierra con respecto al orden jurídico, político y militar que anima al Estado nación. En la finca donde ella vivía la tranquilidad parecía posible, allí una fuerza contraria al Estado regulaba las relaciones. Pero, ¿desde cuándo?, ¿por cuánto tiempo?, ¿a qué precio? Sí, porque cuando esta fuerza fue sustituida violentamente por otra, la tranquilidad que Marina había experimentado desapareció del lugar. Entonces en la memoria de Marina a los recuerdos de la felicidad infantil los siguieron los de la muerte, el desarraigo y el desplazamiento.
De ahí, en mi concepto, que contrario al entusiasmo de Jairo por recuperar la propiedad de las tierras, en Marina actúe la melancolía despertada por vislumbrar lo irrecuperable. Marina parece reconocer con silenciosa lucidez que el universo de la infancia no se puede restablecer. A pesar de evocar un pasado feliz, ella comunica que retornar a ese estado ya no es posible. El futuro se perfila así no como el proyecto nostálgico de restaurar un pasado idílico, sino como deriva e incertidumbre. Eso deja la guerra: es el cuerpo inerte de Jairo, entregado por Marina a las olas, flotando sin territorio ni rumbo en el mar de verdad. Y es que como en el modelo de Proust, aunque en el instante inicial los recuerdos de la infancia dan el tono a la rememoración con el paso del tiempo es una conciencia madurada por la experiencia la que reconstruye lo vivido. Con la diferencia significativa de que en Retratos en un mar de mentiras quien rememora no es un personaje mayor, sino una adolescente que en sus pocos años de vida ha visto y vivido tanto como para revelarnos que el futuro, si es, no es un paraíso.
Si, como indican filósofos e historiadores, los artificios que son los estados y las naciones se levantan sobre los escombros de las guerras y los conflictos, por esta vía la película apunta a varios interrogantes actuales a los que deben responder el Estado y la sociedad colombianos. Esas son algunas de las preguntas fundamentales que este filme expone como testigo de las encrucijadas del presente. Se trata de cómo afrontar el problema de la restitución de las tierras arrebatadas a los campesinos durante décadas de conflicto y de la incontestable reparación de las víctimas. Estos asuntos, desde luego, cobran mayor vigencia en la actualidad por las políticas y acciones que desde el gobierno nacional se vienen desarrollando en ejecución de lo establecido por la Ley de víctimas y de restitución de tierras (Ley 1448 de 2011), en el marco de un eventual acuerdo con las Farc para silenciar los fusiles y después de los dudosos acuerdos de Santa Fe de Ralito en el 2006.
Retratos en un mar de mentiras se presenta prácticamente como un retrato histórico de la violencia y los escollos que las personas despojadas viven para tratar de recuperar lo suyo. ¿Qué encuentran tantos campesinos cuando intentan reclamar los que fueron sus predios? En junio de 2012 el Gobierno reconocía que de 15.490 personas que reclamaban tierras que les habían sido usurpadas, 2 habían sido asesinadas y 138 estaban amenazadas. Ongs y líderes campesinos, en cambio, hablaban de más de 50 asesinatos [El Tiempo, 23/06/2012]. Así mismo ocurre con Marina: violentada primero cuando con su abuelo es desposeída de la tierra, lo es de nuevo cuando regresa al pueblo a reclamar con los títulos de propiedad la finca de su familia. En La Ceiba están, como hoy en las sabanas de Córdoba y de Antioquia, en los Llanos o en otros departamentos, los usurpadores de la tierra como amos y señores del territorio. Contra el poder y las armas que ellos ostentan para conservar el dominio de la tierra, en su desamparo Marina sólo puede esgrimir un papel. Para hacer frente a la violencia dispone de la formalidad de un documento. ¿Es eso el Estado? ¿Dónde está la protección del Estado? ¿No es esa también una forma de violencia? ¿Será posible generar un sentido de unidad alrededor de un Estado de este tipo?
Lo anterior no es más que una radiografía testimonial como se pueden hallar otras. Lo que le da valía a la película es la forma como Marina afronta esa situación y el modo como la transfigura en recuerdos. El rostro, la mirada, el silencio del personaje y la revelación de su carácter en el trayecto del viaje y durante su retorno a La Ceiba aclaran aquello en que la ha transformado la experiencia histórica. Los primeros planos de Marina son contundentes. La conciencia madurada viendo asesinar a las personas cercanas es la que evoca el pasado, proporciona imágenes para la historia e interroga ese conjunto de posibilidades llamado futuro. Marina es el rostro y la conciencia en la cual presencia y ausencia cohabitan. Por eso, digo, Retratos en un mar de mentiras es también una película sobre la memoria. Marina encarna la memoria del conflicto. El dolor de Marina es correlato del que deja el conflicto en la sociedad. La memoria de Marina, como la colectiva, deviene trauma. En su memoria vida y muerte se juntan.
La visión de Marina del cadáver del abuelo que le habla desde el ataúd es la entrada en el relato de una dimensión entre fantástica y onírica que representa, a través de la mirada del personaje, aquello que está presente pero que se ha hecho invisible: los muertos que deja la confrontación. A esos muertos no puede dar la espalda la sociedad si llega un momento de posconflicto. A esos muertos es a los que se niega a olvidar el ángel de la historia de Benjamin: “Ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, cuando él venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” [2009: 142]. En su retraimiento, en su mutismo, Marina nos pone de frente a aquellos que no vemos. Nos pone delante de una ausencia que corre el riesgo de ser olvidada porque tras décadas del conflicto y de sus muertes hemos perdido de vista que la sangría permanente es un pasaje de nuestra historia, no una condición eterna. A través de Marina, vemos aquello que quizás ignoramos: que los campos y las selvas de nuestro país están poblados por personas asesinadas y desaparecidas. Esto queda de la confrontación y no se podrá desconocer en el futuro. Si terminara el conflicto el campo seguirá habitado por espectros, los muertos no desaparecerán de la memoria. ¿Cómo vamos a vivir como sociedad con ese recuerdo?
El retorno de Marina no la reconduce a recobrar ningún paraíso perdido. Aun cambiando las circunstancias a su favor la totalidad de lo perdido no se podría restablecer. Esa, a mi modo de ver, es la conciencia que alcanza el personaje durante su viaje. Marina no tiene lugar. Como el cuerpo de su primo, ella también está a la deriva. No hay paraíso, a pesar de lo que pregona un grafiti pintado en la carretera que Marina y Jairo recorren para llegar al pueblo: “El paraíso de Eva. Uribe presidente”.