Sal: Un paisaje avasallante que no da tregua a la búsqueda interior
Por: María Vega Trujillo
Estudiante de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín) y de la Universidad del Valle (Cali), en donde está haciendo sus dos últimos semestres.
[textmarker color=»F76B00″ type=»background color»]RESEÑA[/textmarker]
Tierra seca. Carretera destapada. Pasamos rápido, a ras del suelo árido, por huecos, piedras, surcos y hendiduras. Mar abierto, un barco pesquero lo atraviesa perezoso. En chino cantonés: la leyenda de un desierto, antes propiedad del océano, empieza a entretejerse. El color terracota se apropia de pronto del paisaje. El desierto se expande yermo, entre tonos naranjas, rojos, marrón y pinceladas de verde oliva, en una inmensidad que parece no tener fin. Comienza un viaje, para el espectador y para el aparecido mensajero en moto que atraviesa la carretera desolada, la puerta a una travesía imprevista -a un abismo evitado-. Se nos presentará entonces un personaje atrapado en el deseo del movimiento, en un lugar y momento que le reclaman quietud -para mirar hacia adentro- aplacado en la exterioridad y en el paisaje vasto.
Entrar a Sal es viajar con Heraldo, un personaje que encarna a seres mitológicos: un Ulises que emprende una odisea sin hogar al que volver, un Sísifo condenado a subir con su carga cuesta arriba para derrumbarla y volver a subirla hasta el fin de los tiempos. Heraldo (Hermes-dios mensajero y de las fronteras) no carga una roca, como el auténtico Sísifo, lleva en cambio el peso de la memoria del padre -simbolizada en una moto-, un alma desgarrada y una necesidad de llenar la aridez con alguna ideología. Lleva una carga filosófica y preguntas existenciales: pertenecer, creer, ser… aquellos interrogantes que los griegos empezaron a desentrañar hace siglos. William Vega propone un relato que invita a caminar por el abismo para encontrarse, para preguntarse por uno mismo, para replantearse los cimientos.
Como el cine bien sabe hacerlo, nos exponemos a una conversación entre realidades y fantasías entrecruzas. A William lo atrajo un espacio: una zona desértica entre el sur del Cauca y el norte de Nariño, el valle del Patía, por el cual pasaba en el trayecto de Cali a la Laguna de la Cocha, lugar inspirador y protagónico de su primer largometraje, La Sirga. De allí, de los misterios de ese desierto, -tránsito para muchos, lugar de narcotráfico, de piratas asaltadores de camiones para otros- vino una idea (Finalmente la opción más viable para rodar terminó siendo el desierto de la Tatacoa). Sumado a este hallazgo, una historia le rondó la cabeza mucho tiempo: la de Heraldo Romero, actor de La Sirga que, en el casting para la película, al preguntarle por el padre, reveló una historia de búsquedas y ausencia. Le contó que su papá, un hombre mítico al que nunca conoció, murió cuando él era apenas un niño. Heraldo Romero Sánchez, el padre: abogado, líder cívico y popular, dirigente estudiantil y político de izquierda en Nariño, luchó en defensa de los menos favorecidos, fue torturado en más de una ocasión por militares y finalmente murió joven, derrumbado por un cáncer, dejando a su hijo solo con un nombre y con un mito que el actor ha buscado, tratando de encontrar la figura del humano-padre, más allá de la leyenda.
Y como todos hemos tenidos un padre, y en Colombia es frecuente su ausencia (porque se han ido a combatir a la guerra, desaparecen, o se divorcian de la madre); William trajo esa pregunta a su propia vida, a su padre ausente por separación, del que también lleva su nombre. Fue así, atraído por la inspiración de la realidad, picado por historias ajenas, espejo de la propia, que el autor inició de nuevo un camino hacia preguntas íntimas.
William construye una ficción -una fantasía- enmarcada en una suerte de futuro post-apocalíptico, en un no-lugar, sin tiempo preciso, situado en un espacio tan amplio y profundo como el abismo de la soledad en el que afloran preguntas ontológicas. Con Sal, Vega continúa una búsqueda ya expuesta en La Sirga: la idea de enfrentar a personajes con cargas biográficas pesadas, a entornos a los que no pertenecen y que de alguna manera los superan, quedando obligados a habitar como extranjeros. Esta inquietud existencial surge de la experiencia personal de haber vivido en condición de migrante. Estar en lugares ajenos, en la soledad, de frente a la diferencia, reta a la confrontación con uno mismo: revela matices del alma profundos, y preguntas hacia el interior del ser que suelen aparecer sólo en condiciones adversas. Es esto justamente a lo que se enfrentan sus personajes: ser foráneos en lugares inhóspitos, en circunstancias hostiles. Van en busca de familia, pero finalmente van a buscarse a ellos mismos.
Actualmente, William Vega es profesor de la Universidad Autónoma de Occidente, en el programa de Cine y Comunicación Digital, desde donde ha incluido el proceso de investigación de Sal. Otra pregunta que le ronda, y ha buscado explorar en esta película, es la relación filosofía-cine, mediada por los procesos hermenéuticos, asunto que ha abordado también en una maestría en Filosofía, aún inconclusa. Pareciera entonces que se entreteje una relación triangular en el quehacer de este autor: con la filosofía (como estudiante), con la pedagogía (como docente), ambas mediadas por el cine (como realizador).
A esta propuesta, él agregó inmediatamente una cuarta: la de ciudadano, que es la que articula las demás facetas mencionadas y la que se inmiscuye en la vida pública y la privada. Es desde esa conciencia del papel de ciudadano que llegó a la investigación, a la docencia, y seguro que también motivado por el discernimiento de un joven ciudadano llegó a la Universidad del Valle a estudiar Comunicación. Vega cuenta que a esta carrera llegó siendo un muchacho tímido y retraído (cualquier parecido con el protagonista de Sal es pura coincidencia) con la urgencia de encontrar formas de expresar lo que tenía en la cabeza. Encontró entonces la imagen (con todas las posibilidades que ofrece y en su relación con el sonido) y con ella muchas formas de hablar, de expresar lo que tenía por decir.
Más adelante, en la vida profesional, comenzó en campos jamás deseados en los tiempos de estudiante, a ser un “obrero” del audiovisual: trabajar en publicidad y televisión. Y entonces, con esa experiencia recogida y reconociendo el valor de ella para la transmisión de conocimiento, buscó el camino de la docencia, como otro espacio para hacer preguntas, para buscar vías, para transformar el saber. Impulsado, de nuevo, por ello de saberse ciudadano, conciencia que le despertó también el interés por la investigación, como una ruta hacia los orígenes de sus pensamientos, preguntas e ideas; porque esos asuntos sobre los que rondamos recurrentemente, seguro otros ya los han explorado. Así llegó a la filosofía, reconociendo que muchas de sus preguntas, inquietudes, preocupaciones… estaban orientadas hacia asuntos ontológicos y existenciales. Su cine entonces, es un proceso conscientemente hermenéutico que reúne esas búsquedas, las que fueron y las que vendrán. Un cine al que le ha apostado con Contravía Films, una productora caleña, de la que es cofundador (con Óscar Ruiz Navia, productor de sus dos largometrajes y Marcela Gómez directora de arte, también de sus dos películas) y ha funcionado como laboratorio de exploración cinematográfica que defiende proyectos con riesgos autorales, estéticos y narrativos.
Riesgos que afloran en la película donde construyeron ese mundo distópico en el que se refugian aquellos forajidos que ya no caben en el mundo. Un ecosistema mediado por la sal, el elemento crucial de intercambio que sostiene una suerte de economía en la que la chatarra oxidada y los residuos automotrices predominan; el alimento es a base de liebres y cactus -lo que provee el desierto- y una pareja de extraños ermitaños florece sobre el mito de un océano antiguo que les dejó aquel valioso mineral: “sal pura: el tesoro con el que construí mi reino” le dice Salomón a Heraldo. Sal con la que Magdalena cura las heridas del mensajero, sal que regenera, conecta, Sal: “la cura de todos los males”. “Sal de allí, Heraldo”, parece decirse el personaje a sí mismo, pero una fuerza más potente lo retiene, la necesidad de reconocerse.
Ese universo se sostiene en una dirección de arte influenciada por referentes como Mad Max y alimentada por detalles metafóricos muy dicientes, sumados a las llamativas cavernas metálicas en las que viven los personajes del filme. William me confesó que quiso ser Director de Arte en algún momento. Su relación con este campo ha sido íntima y profunda pues para él jugamos a la puesta en escena desde que somos niños y siempre ha disfrutado creándola, imaginándola y propiciándola. Fue así como llegamos de nuevo a las relaciones autobiográficas. Me mostró unas fotos de la casa de su papá, un escenario de inspiración: estantes repletos de chatarra -cual ferretería- metales y objetos de toda índole que desde luego aportaron al universo narrativo de Sal y a la construcción de estos personajes místicos.
La película todavía no está terminada, me dice, más aún cuando lo que apenas comienza es el proceso de entregarla al público, momento en el que de nuevo se construye. Él, con su vocación de hermeneuta, quisiera escuchar de cerca el sentir de los que la vean. Y creo yo, sentirse a él, pues la búsqueda no ha terminado.
Un autor va en busca de sus verdades con su cine. Lanza preguntas al público tal vez para alivianar su carga, para no sentirse solo. De pronto la realidad avalancha y supera a la fantasía. Con la entrega de esta película al mundo, William despide a su padre de la esfera terrenal. Un padre que salió a buscar en el cine y con el que consigue hablar desde su obra. Ahora, empieza una pesquisa en terrenos inciertos para la conciencia. Su presencia tal vez resuena como un eco en la oscuridad de una cueva salina, donde se refleja la imagen de su legado, cual caverna platónica. Por su parte Vega, nos hace cómplices de ese encuentro con el progenitor en la penumbra de las salas de cine.
*Texto escrito a partir de una conversación-entrevista entre el realizador y la autora.