Cine caleño contemporáneo: ¿En el gótico o en trópico?*
Por Pedro Adrián Zuluaga
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* Conferencia ofrecida en la programación académica del Festival de Cine de Cali
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Desde la organización del V Festival de Cine de Cali me han propuesto hablar en estas jornadas académicas del cine caleño contemporáneo. Me resulta un desafío mayúsculo ajustarme a las probables expectativas que un tema tan “general” puede despertar. En la amplitud de su enunciación, el tema admite multiplicidad de abordajes. “Cine caleño contemporáneo” supone, primero que todo, la existencia de una tendencia conscientemente diferenciada de otras… por ejemplo, ¿de un cine bogotano? ¿de un cine antioqueño o costeño? Hay que anotar, para empezar, que la discusión sobre lo regional en el cine colombiano no está circunscrita a la década de 1980, cuando alcanzó su máxima expresión gracias a los estímulos de la Compañía de Fomento Cinematográfico-Focine, es decir a la intervención estatal, a la existencia de focos regionales de producción en ciudades como Cali, Medellín o Barranquilla, o a la escritura y publicación de textos teóricos como “Las latas en el fondo del río: el cine colombiano visto desde la provincia”, de Víctor Gaviria y Luis Alberto Álvarez, publicado en el número 8 de la revista Cine (1982), o “Universo de provincia o Provincia universal”, de Carlos Mayolo, publicado en el número único de la revista Caligari (1983), y de los números monográficos de la revista Arcadia sobre los cines regionales en el país.
También entre los años veinte y cincuenta, existió tensión y competencia entre regiones por el capital cultural y simbólico, en un país que, como la han afirmado, entre otros Ángel Rama y Raymond Williams, está o estuvo, por lo menos, fuertemente compartimentado en regiones semiautónomas y parcialmente incomunicadas entre sí. Y una tensión no menor se ha dado con respecto al dominio centralista representado en Bogotá. Cali tiene una centralidad específica en el cine nacional en tanto en esta ciudad se realizó el primer largometraje de ficción claramente documentado, María, de 1922; el primer largometraje sonoro de ficción, Flores del Valle, de 1941, y la primera película de ficción en colores, La gran obsesión (1955), de Guillermo Ribón Alba. El que quiera más que le piquen caña.
Pero no vine aquí a hablar de ideales olímpicos o grandes gestas de una región por encima de otra. La respuesta que intento buscar es más sutil. ¿Qué es aquello que ha definido la caleñidad de un cierto cine, y si aquella pertenencia a una ciudad y sus marcas culturales subsiste en la producción contemporánea de este tipo de películas? Y para eso es inevitable desandar algunos pasos y hacer un poco de historia. Mirar el pasado para encontrar el presente.
El investigador brasileño Paulo Antonio Paranagua afirmó en “El nuevo cine latinoamericano frente al desafío del mercado y la televisión (1970-1995)” que el cine colombiano se definía por su “chapucería y chatura estética predominantes”, aunque de cara al mismo corpus destacó la densidad cultural de las películas de directores como Carlos Mayolo y Luis Ospina. Lo que intentaré mirar es en qué podría consistir esa densidad cultural, y qué tanto de ella sobrevive en las nuevas generaciones de cineastas que de algún modo se mantienen vinculados a las películas de esta ciudad, o sobre esta ciudad, o desde esta ciudad.
He apuntalado algunas características, comunes al cine caleño realizado desde los años setenta, consciente de que pueden ser arbitrarias o generalizadoras.
1). Interés en la ciudad y, en general, en los procesos urbanos.
2). Uso intensificado de recursos retóricos como metáforas, símbolos y alegorías.
3). Interés en los géneros cinematográficos.
4). Capacidad de moverse sin prejuicios entre la alta cultura, la cultura de masas y la cultura popular.
5). Cali como ciudad región.
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UNO.
Ah Diosa Kali
Como debe haber insistido Katia González y no quisiera repetir, el llamado Grupo de Cali tuvo como uno de sus sellos el asumir lo urbano como un tema central, desde los tempranos años setenta. En ese impulso coincidieron tanto los artistas plásticos, como los fotógrafos como los cineastas del Grupo hasta convertirse en la primera o por lo menos la más consistente generación que supo expresar las memorias, las experiencias, los palimpsestos de la ciudad, en un momento en que la ciudad se transformaba al galope arrogante del progreso y la modernidad. Aunque para los Nadaístas la ciudad era el escenario de sus fechorías, y aunque escritores como Álvaro Salom Becerra, Luis Fayad o José Antonio Osorio Lizarazo le dieron entidad literaria a personajes urbanos, fue con el Grupo de Cali que la ciudad misma se volvió un motivo de investigación artística. En cortometrajes muy tempranos como Oiga vea (1971) o en largos como Pura sangre (1982) y Carne de tu carne (1984), la ciudad, Cali, es un organismo en permanente desequilibrio, donde se viven conflictos de clase, género y raza. Aquí es necesario anotar el carácter pionero de esa inmersión en la ciudad.
Sin embargo, dos películas de dos décadas distintas y separadas por casi 25 años demuestran la persistencia de ese motivo en la sensibilidad caleña.
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DOS
“No hacen cine sino metáforas”
Según Alejandro Martín, su padre Jesús Martín Barbero dice que en Cali no se hacen películas sino metáforas. Dejando a un lado la infidencia, no parecería haber discusión en que el uso de tropos retóricos define la aproximación a la realidad de muchas películas hechas en Cali. Aunque el cine es lenguaje y como tal no puede prescindir de sus figuras, la pulsión por retorcerlo, estrujarlo y hacerlo significar cosas es otra característica que los directores caleños no han abandonado con el tiempo. Si el cine antioqueño está determinado a investigar escuetamente la realidad a través de sus huellas y personajes con el fin de darle curso a una suerte de costumbrismo, de mucha tradición en la plástica y en la narrativa nacional y de esa región, o el cine del Caribe no esconde su gusto por la leyenda popular y el mito, el cine caleño instaura símbolos, alegorías, metáforas y sinécdoques donde no puede o no quiere enfrentar directamente lo real.
¿Qué enfermedad padece Roberto Hurtado en Pura sangre y por qué necesita sangre de jóvenes varones blancos? ¿Qué es la Araucaima sino la concreción del aislamiento cultural de una aristocracia destinada al aburrimiento y por tanto a la muerte? ¿Qué significa esa montaña de cadáveres que cambia de lugar en Todos tus muertos, y el hecho de que parezca tan vivo? ¿Qué es el personaje de Chocó sino una alegoría de la violación del territorio? Sin pasar por la declaración directa o explícita el cine de Cali o de caleños ha construido un discurso crítico sobre la realidad y se ha permitido comentar las formas de producción económica, la violencia, o los drásticos cambios del país. Aunque eso fue plausible en los largos de los años ochenta, fue en el documental de los noventa donde alcanzó su paroxismo, sobre todo en la serie de trabajos sobre la ciudad y sus personajes de Rostros y rastros. Cuando Oscar Campo habló de un nuevo sensorium en su texto “Nuevos escenarios del documental en Colombia”, tenía también en la mira la puesta en cuestión del discurso de la objetividad del documental. El documental no elabora afirmaciones asertivas y sobrias sobre el mundo histórico sin pasar por las figuras retóricas. La historia es un relato y como relato está sometido a los tropos del lenguaje tal como ya lo dijo Hayden White. Aquí me gustaría hablar de dos documentales para al mismo tiempo acentuar.
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TRES
Un cine degenerado
A la vez que pioneros de la inmersión en la ciudad, los directores caleños emprendieron estrategias de apropiación de discursos narrativos ajenos para integrarlos a sus lecturas de realidades locales. Continuaron así con el canibalismo que ya había sido iniciado en la cultura colombiana por el grupo de Barranquilla. Canibalismo entendido como la capacidad de Calibán en la épica shakespereana reinterpretada por la antropofagia y en general por algún pensamiento latinoameriano fundante para aprender a hablar el lenguaje del amo y así consumir su fuerza y hablar en sus propios términos, sin dejar de ser al mismo tiempo Otro. Se trata de, para repetir las palabras de Rama sobre el García Márquez de La hojarasca, de una americanización de los temas que pasa por una universalización de las formas.
Si bien los géneros tienen una tradición en el cine colombiano, es con el grupo de Cali que el ejercicio de adaptarlos parece ir más allá de un mimetismo paralizador. Aunque Mayolo y Árbeláez en “Secuencia crítica del cine colombiano”, un texto publicado en el número inicial de Ojo al cine, de 1974, señalan la imposibilidad de trasladar el “marco” de los géneros para Latinoamérica, de cara a películas “despolitizadas” que hacen guiños al cine de vaqueros como Aquileo Venganza, es claro que la deriva posterior del cine de Mayolo no solo reivindica los géneros, desde la dedicatoria a Roger Corman de Carne de tu carne hasta la ostensible matriz imaginativa del cine de zombies que caracteriza a esta película, sino que los politiza, y demuestra que se puede hacer cine de género y al mismo tiempo permanecer en los linderos de un cine crítico.
El cine reciente de caleños o sobre Cali vuelve sobre el género y sus convenciones, retorciendo ampliamente sus posibilidades. Carlos Moreno hace en Perro come perro una película del género criminal sin sentirse inhibido para hablar de tensiones raciales y de costumbres inscritas en la ciudad y la región como la brujería. Cuando el personaje de Álvaro Rodríguez, en esta película, usa la motosierra hay un claro eco que los espectadores colombianos de esta película sentimos como algo más que una manera “universal” de sacar la verdad mediante la tortura. Oscar Campo hace con Yo soy otro, una película del género fantástico con sus dobles, sus sectas y conspiraciones, con la alta tecnología y la imagen sintética de una ciudad, sin dejar de hacer, a la vez, una biografía intelectual, una toma de posición política frente al horror de los años de la “Seguridad Democrática”, el unanimismo o la lucha contra el terrorismo. Antonio Dorado con El Rey, hace historia de la ciudad y de sus íconos sin dejarse de instalar en la tradición del cine de gángsters.
Por si fuera poco, en Cali ha surgido el único género “auténticamente” colombiano, el gótico tropical que como lo habrá demostrado ayer Juana Suárez también es un ejercicio de apropiación y canibalismo, la juntura de dos discursos e imaginaciones que condicionan fuertemente la imaginación occidental como su cara y su envés: el gótico y el trópico. Y que también es un trazado cultural que más que aislar al cine de Cali lo vincula a otras tradiciones.
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CUATRO
Como es arriba es abajo
La novela fundacional del grupo de Cali es un desclasamiento: un viaje del rock a la salsa, del sur al norte, de la cultura americanizada a la cultura caribeñizada. Otra característica del cine hecho en Cali, o desde Cali o por caleños, es el deseo manifiesto de sacudir las barreras fijas que separan la cultura letrada, la popular y la masiva. Pura sangre, por poner un ejemplo, es una película de vampiros, sofisticada en sus referencias culturales que van desde la producción gráfica y académica sobre la violencia (las fotografías de monseñor Guzmán Campos) hasta el cine clásico de Hollywood que se reproduce en las pantallas a las cuales Roberto Hurtado permanece conectado, pasando por el paroxismo de una leyenda popular como el Monstruo de los Mangones. Finalmente lo popular es un espejo invertido en el que se reflejan los miedos y ansiedades de la aristocracia.
En Yo soy otro se combinan las referencias visuales e intelectuales a Oscar Muñoz, Roberto Espósito o Giorgio Agamben, con imaginarios populares sobre los clones y las sectas en un coctel de referencias que hace evidente que la densidad cultural sigue estando presente en el cine de Cali.
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QUINTO
Ciudad región
Cali funge como la problemática capital de una región donde el conflicto armado se ha ensañado. El rostro actual de la ciudad es el resultado de migraciones de distinto tipo, de convivencia casi nunca armoniosa entre la aristocrática cultura del gran Cauca con la cultura popular de negros e indígenas. La ciudad, ese sueño tropical bañado por un río, a la que las masas humanas desplazadas miran con la esperanza de un nuevo comienzo, devuelve su mirada a esas zonas que la han alimentado y redefinido: por ejemplo al sur representado en Nariño, o al Norte ejemplificado en el Choco, o al Pacífico mismo de su litoral.
Una característica del cine de Cali cuyo origen sí parece situado solo en el presente es la capacidad o la generosidad de mirar hacia otro lado. ¿Se trata de un problemático ejercicio de representación del otro como el que se ve en La Sirga o en El vuelco del cangrejo? De una nostalgia metropolitana por sus márgenes, de un neo ecologismo de buena voluntad que tiene en el cineasta a uno de sus agentes. De una nueva mediación antropológica, es decir, de la reapropiación de un nuevo discurso que fue rector en la narrativa latinoamericana, la antropología, actualizándolo y con esa actualización hablando de las urgentes tensiones entre modernidad y desarrollo, entre campo y ciudad, entre civilización y barbarie. Puede que sea todo lo anterior y que en efecto este cine sea el notario de unas formas de vida amenazadas. ¿Pero es posible un mejor destino para las imágenes en movimiento?.
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CONCLUSIONES
Mi conclusión es que en el cine caleño se respira una fuerte tradición interna, producto de la capacidad para crear una comunidad cinéfila. Es un cine que lejos de buscar una ingenua apropiación de lo real, opera a través de los signos, de signos que remiten a otros signos, de películas que remiten a otras películas, de citas y de canibalismo. Cali como ciudad abierta. El destino de un organismo depende de su capacidad para negociar con los agentes externos e internos que lo amenazan, su capacidad homeostática de buscar y encontrar el equilibrio en lo incierto. Estamos en el gótico o en el trópico. ¿Terminamos aquí?
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Pedro Adrian Zuluaga
Periodista y crítico de cine colombiano. Magister en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Se ha desempeñado como periodista cultural, curador de exposiciones y crítico de cine en medios colombianos e internacionales. Fue editor durante siete años de la revista de cine Kinetoscopio, y uno de los creadores de la revista online Extrabismos sobre prácticas audiovisuales.